Estamos ante una propuesta que conmociona. Ya se sabe que quien arriesga en términos de imaginación y efectismo corre el peligro de caer en el ridículo. Wajdi Mouawad no incurre aquí, como no lo hacía tampoco a la tetralogía La sangre de las promesas, cima|cumbre de su producción teatral. Después de haber presentado obras menores y, en algún caso, demasiado estiradas o rocambolescas, vuelve a ofrecer una pieza de gran altura. Tots ocells, que ya tiene unos años –Tous des oiseaux se estrenó el 2017 en el Théâtre de la Colline de París–, aborda el conflicto araboisraelí a partir de una historia de amor entre jóvenes de bandos enfrentados: Romeo y Julieta en el Oriente Próximo. Veintiséis escenas organizadas en cuatro bloques, donde los pájaros se convierten en metáfora de la condición humana.
Una tormenta emotiva
Dado que el texto ya es lo bastante rico y complejo, no hay que complicarse en términos escenográficos; por eso, Oriol Broggi, que dirige el espectáculo al Teatre La Biblioteca hasta el 23 de octubre, opta por la austeridad. Las tres mesas que primero componen una biblioteca universitaria servirán después para sugerir una cama de hospital o un comedor familiar. Juega un papel fundamental el trabajo de vídeo de Francesc Isern, que evoca determinados paisajes –el mar, el cielo, la silueta de las palmeras– y proyecta la filmación a tiempo real, desde diferentes ángulos, de lo que pasa en escena. Sobre la acción amplificada en los muros, aparecen subtitulados los diálogos en la lengua que se habla en cada situación –inglés, hebreo, alemán, árabe–, si bien en escena todo transcurre en catalán –excepto cuándo Wahida remonta su genealogía por vía matrilineal. También el espacio sonoro de Damien Bazin contribuye decisivamente a sumergirnos en la historia.
Mouawad utiliza los hechos históricos y bélicos como punto de partida para sumergirnos en una tormenta emotiva, intelectual y ética
La primera escena nos sitúa en el encuentro detonante que hará saltar por los aires las certezas identitarias de todos los implicados. En una biblioteca universitaria de la costa este de los Estados Unidos, una chica llamada Wahida, que hace una tesis sobre León el Africano, consulta un libro que Eitan, un joven que no puede parar de mirarla, reconoce como una señal de predestinación. Guillem Balart realiza una exitosa, luminosa composición de personaje: un investigador genetista de familia judía alemana que se pierde en el discurso imparable, abstruso y desconcertante con que quiere imponerse a su propia y manifiesta dificultad relacional y a la turbación que experimenta en presencia de la chica. A pesar de la peculiar erudición que utiliza, no resulta pedante –eso es mérito del actor–, sino que despierta ternura.
Miriam Moukhles interpreta a la doctoranda –norteamericana de origen árabe– con una emoción transparente, sin artificios, capaz de transmitir la profunda conmoción que sufre su personaje. El dolor y la impotencia, pero también el coraje, la determinación. Pasa sin transición de dialogar a narrar, y de repente la encontramos en un hospital en Tel-Aviv, inclinada sobre el cuerpo del chico que ama. La acción ha saltado sin previo aviso de Nueva York a Tel-Aviv, donde Eitan, víctima de un ataque terrorista, se encuentra en un estado de coma profundo. Los motivos que los han llevado hasta allí los conoceremos a través de saltos en el tiempo. La situación hace que coincidan en el hospital Wahida, la familia de Eitan y una abuela desconocida, la durísima Leah, una mujer "llena de ternura asfixiada, de afecto quemado" que interpreta con mucha fuerza Marissa Josa.
La cuestión de los orígenes se plantea a través de una búsqueda identitaria y una aventura iniciática que conduce a la revelación y el autoconocimiento
Clara Segura interpreta a la madre de Eitan, visiblemente insatisfecha y crispada, implacablemente construida contra la herencia comunista de sus padres –procede de la Alemania del Este–. La actriz nos hace entender a la perfección el laberinto emocional de una mujer que está dispuesta a lo que haga falta para salvar su mundo. Su marido, interpretado por un poderoso Joan Carreras, está del todo identificado con el destino del pueblo judío y se muestra intransigente –apronta una ira descomunal– respecto de la relación de Eitan con Wahida. La escena en que le habla a su hijo en coma resulta desoladora y fuertemente existencial; el tratamiento en blanco y negro de la filmación en directo, proyectada en los muros, la dota de un esencialismo muy adecuado. Aquí entendemos que el binomio paternidad-filiación –en un sentido amplio, que abarca la religión y la política, como ya pasaba en Cels- se sitúa en el centro del retablo. Este padre, que lleva el nombre de un rey –David–, es el auténtico héroe trágico de la historia, un Edipo contemporáneo abocado a un abismo insondable.
Xavier Boada interpreta al abuelo, en la difícil tesitura de quien, como Tirèsias, ha callado lo que sabe para que no estalle todo, pero, al fin, constreñido por la coyuntura –como a Incendis, algunas verdades no pueden ser comunicadas a menos que sean descubrimientos–, acaba haciéndolo salir a la luz como quien explica una anécdota o una parábola. Por su parte, Màrcia Cisteró asume la soldado Eden, un personaje no tan secundario como parece, que por momentos cede a una especie de pulsión rapsódica o adquiere un tono apodíctico. Al igual que Hassan al-Wazzan –alias León el Africano–, démono o espíritu benévolo interpretado por Xavier Ruano, forma parte de la historia pero tiene un estatuto de irrealidad. Los dos entran y salen de la fábula como pájaros –trágicos, cuánticos, híbridos– que vuelan de un lado a otro del muro.
El teatro como catarsis
Mouawad evidencia una vez más su ambición de abrazar la historia reciente. Reanuda motivos que ya aparecían en Incendis: la Historia como una apisonadora, el cuchillo clavado en la herida... Ante la constatación de la imposibilidad, por parte de los amantes, de mantenerse indiferentes en el conflicto que ha devorado sus ancestros, se conculca el amor romántico como tema. La cuestión de los orígenes, auténtico campo de batalla, se plantea a través de una búsqueda identitaria y una aventura iniciática que conduce al autoconocimiento. La dirección de Broggi es precisa, milimétrica, y tiene la virtud de hacer entendedores los abruptos saltos temporales y espaciales, que refuerzan la idea de destino o, cuando menos, de consecuencia. De matemática fatalidad.
No hay consuelo, más allá del arte mismo y del teatro como catarsis
El teatro de Wajdi Mouawad, de vocación trágica –por más que no excluye otros registros–, funciona como un laboratorio de la guerra y el exilio. El caso es que el conflicto araboisraelí no solo no se ha acabado, sino que se encuentra en un momento particularmente cruento, y resulta como mínimo polémico poner a los dos bandos al mismo nivel. El autor no se posiciona, sino que utiliza los hechos históricos y bélicos como punto de partida para sumergirnos en una tormenta emotiva, intelectual y ética. Revela, así, algunas verdades –la mayoría, escabrosas y despiadadas; otras, luminosas– sobre la condición humana. No hay consuelo, más allá del arte mismo –que viene a ser como el elefante de León el Africano– y del teatro como catarsis.