A través de la persiana (no del todo cerrada) vimos cómo se marchaban los últimos vecinos. Mi madre me dijo que no me preocupara, que ahora tendríamos que escondernos durante unos días, quizá semanas, pero a cambio tendríamos todo el pueblo para nosotros. Y eso era el mejor regalo del que pueden disfrutar los hombres. ¿Y los fantasmas? También habían abandonado el cementerio porque años atrás ya nos habían avisado de que el pueblo quedaría inundado. Van a construir un pantano asqueroso, me avisó mi madre.
Pero no todo eran malas noticias. El alcalde aseguraba que en el pueblo de al lado, más grande, más limpio y más bonito, habían construido unas urbanizaciones para quien quisiera. Son gratis, mamá, ¿iremos? Todos quisieron. Todos se fueron. Excepto nosotros, porque mi madre me prometió que antes se ahogaría entre los muebles y las paredes de casa que abandonar el lugar donde habían nacido nuestros ancestros y el lugar donde enterraríamos a mis bisnietos. Yo la miraba y no decía nada.
Dejamos una nota en la entrada de casa explicando que habíamos huido a América y, durante el invierno, nos escondimos en el desván, en el establo y en el sótano. Teníamos comida, dormíamos juntos, mamá me enseñaba a dividir y la importancia de las sílabas tónicas y átonas. Antes de que empezara la primavera, llegaron las nubes cargadas de lluvias y relámpagos que iluminaban las calles desiertas del pueblo. En primavera me dejó salir del establo. Decía que el buen tiempo nos traería buenas noticias. Aproveché aquella libertad vigilada para entrar en todas las casas, de repente vacías, y tocar todo lo que las demás familias habían abandonado.
Pero tenía unas instrucciones muy claras: si oía voces, debía esconderme. Si me encontraban, debía huir. Si me atrapaban, debía avisarla. No vino nadie. Nunca. Porque nosotros estábamos en América, comiendo hamburguesas, viendo partidos de béisbol y hablando en inglés. Quien apareció de manera inesperada fue la lluvia. No puede ser, juraba y perjuraba mamá. Una lluvia densa. Las gotas tenían el tamaño de la palma de mis manos. El agua convirtió la tierra en barro, mojó las plantas, manchó las paredes e inundó las plazas.
No se lo pregunté, pero mamá me dijo que no, que si la guerra no nos había hecho marcharnos, la lluvia mucho menos. Nos fuimos a vivir al segundo piso de casa y después a la iglesia, escaleras arriba, hasta el campanario.
Cuando el pueblo vivía sumergido en las profundidades, una noche, mientras ella dormía, me sumergí con una linterna hasta el fondo, muy al fondo, hasta mi habitación. Lo último que había dejado era un puñado de piedras como un testamento. “Adéu”, había escrito. Y mi nombre. Pero ahora el acento había desaparecido y, por las corrientes del agua, la “a” se había desplazado. “A Déu”. Mientras el oxígeno desaparecía de mis pulmones y la superficie estaba cada vez más lejos y más oscura, pensé que sí, que mamá tenía razón. Una sílaba tónica lo puede cambiar todo.