Me recibió una chica alta y muy simpática. Yo había llegado puntual, ella cinco minutos antes y mientras repasaba unos formularios me esperaba en la entrada. Olía muy bien, pero se había perfumado demasiado. Llevaba la sonrisa tatuada en la boca. Al principio, era una sensación agradable, es verdad, pero después de cinco o seis frases podía resultar muy angustiante. Me dijo que qué ilusión ver gente tan joven con ganas de marcharse de casa de los padres y que el piso era una oportunidad única y estratégica, —el segundo adjetivo me desconcertó—.
Antes de abrir el portal ya me avisó que no hiciera caso de las escaleras, y que el ascensor ahora estaba estropeado, pero que no sufriera que lo arreglarían. Hacía tiempo que los pisos en ascensor me parecían un lujo de aquellos que uno comenta mirando las revistas del corazón.
La luz de la entrada parpadeó un par de veces hasta dejarnos a oscuras, así que avanzamos con las linternas de los teléfonos. A medida que subíamos —peldaño a peldaño— comprendí por qué no tenía que hacer caso de las escaleras. En algunas plantas no había barandilla y podías precipitarte al vacío con una elegancia suicida y, de sopetón, aparecida desde vete tú a saber qué ciudad bombardeada, un montón de escombros que teníamos que esquivar para no ensuciarnos los zapatos.
Al llegar al quinto, pronunció un "ya hemos llegado" victorioso y antes de continuar con la visita, la chica —muy amable— me sacudió la chaqueta, sucia de yeso, "tenemos que ir con cuidado", me decía con la boca que sonreía perpetuamente. La cocina y el lavabo compartían los mismos metros cuadrados, ahora eso en Berlín se hace mucho y es tendencia porque maximiza las posibilidades. El comedor también era una habitación, el recibidor y un poco de balcón para hacer feliz la rima (y para no perder el tiempo yendo arriba y abajo del piso). Fingí que hacía cálculos mentales, y dispuesto a negociar —gracias a toda una tradición mediterránea que ha configurado este carácter nuestro de comerciantes—, pedí una rebaja del precio.
Me respondió que había una pareja dispuesta a separarse en tres meses para tener prioridad
Ella me miró contrariada y recuperó los formularios y me explicó que si le entregaba el dedo pequeño del pie izquierdo (soy derechista) ya le serviría de fianza. El tono de voz significaba "no hace falta que me des las gracias". Podemos hacer vida con normalidad sin el dedo pequeño del pie izquierdo, así que la fianza no sería un problema. Pero entonces vendrían las mensualidades y aquí el mercadeo tomó un aire más abstracto.
Si cada final de mes nos entregaras un poco de tu alegría, que podrías compensar con ansiolíticos, viendo los informes, sería un buen comienzo. Después ya trataríamos otras cuestiones. Le hice entender que mi alegría no era nada del otro mundo, pero que todavía guardaba ilusiones, algunas de bastante infantiles, y que eso valía más la pena. Pero de la pena no quiso saber nada. Le dije que me lo pensaría. Y me respondió que había una pareja dispuesta a separarse en tres meses para tener prioridad. Así que no me quedó otro remedio que asegurar que le subía la fianza al otro dedito del otro pie y que las mensualidades las pagaría con todas mis esperanzas.
La chica de la sonrisa tatuada y un servidor firmamos el contrato allí mismo, yo sin saber que una tarde resbalaría por las escaleras y ella sin saber que lo único que podría conseguir de mí serían dos o tres recuerdos exagerados.