Estos últimos meses he esperado mucho en muchas salas de espera diferentes (otro día hablaremos del hecho de tener hora en el médico a las 10 h y que te hagan pasar a las 11.50 h, pero no será hoy). Es exactamente que, como dice mi madre, "¡el tiempo de los otros no vale nada!". De acuerdo, el hecho es que la mayoría pasamos el rato de espera con el móvil en la mano. Nos distrae, nos atrapa y nos hace desconectar. Hoy, de hecho, escribo el artículo desde una sala de espera. Somos trece personas y nadie lleva un libro. Nadie lee. Hay revistas como Top Girona, pero nadie las coge y nadie las hojea. También hay cuentos para los niños en el revistero, pero los dos niños que hay en la sala prefieren pelearse por aburrimiento. Yo he iniciado la espera empezando un libro que compré en el Liber is liber de Besalú. Se llama Un reino oscuro y es de Alejandro Hermosilla (Jekyll&Jill, 2022), pero el hecho que esté escrito en castellano hace que necesite más concentración de la que necesito normalmente para leer. Con tanto ruidito (vídeos de TikTok, reels de Instagram, niños peleándose y etc.) no entiendo nada de lo que leo y lo dejo estar en la séptima página. Y pienso: qué curioso que como adultos (padres, profes o referentes) seamos muy conscientes de la importancia de la lectura para los niños, pero nosotros somos los primeros a los que muy (y demasiado) a menudo nos cuesta encontrar tiempo y energía para leer. Les repetimos, casi de manera automática, que tienen que leer más, que es esencial para su futuro, pero... ¿Nos preguntamos alguna vez si les estamos dando un buen ejemplo? La paradoja es evidente: queremos criar hijos (o sobrinos, o alumnos o lo que sea) lectores en un mundo lleno de distracciones, pero nosotros mismos, inmersos en este mismo mundo, hemos ido abandonando la lectura sin darnos cuenta de ello. ¡O bien nos hemos dado cuenta y nos ha dado absolutamente lo mismo!
Qué curioso que como adultos (padres, profes o referentes) seamos muy conscientes de la importancia de la lectura para los niños, pero nosotros somos los primeros a los que muy (y demasiado) a menudo nos cuesta encontrar tiempo y energía para leer
¿La culpa? Un ritmo de vida que nos exige rapidez, resultados inmediatos y nos aleja de la calma que necesita la lectura. ¿La causa? El trabajo, las tareas de casa, la tecnología que nos rodea, las redes sociales... Todo eso ocupa un espacio tan grande en nuestras vidas que la idea de sentarse a leer un libro, poco a poco y sin interrupciones, puede parecer casi una utopía. ¿El resultado? Estamos transmitiendo a nuestros hijos que la lectura es una actividad que se puede dejar para más tarde y que no tiene prioridad en el día a día. Desde mi punto de vista, el problema va más allá de la simple falta de tiempo. La cuestión es que la lectura requiere un tipo de atención que hemos ido perdiendo. Estamos acostumbrados a un flujo constante de información breve, fragmentada y rápidamente consumible. Las notificaciones del móvil, los vídeos cortos en las redes sociales, las series en streaming... Todo está diseñado para captar nuestra atención de forma inmediata y fugaz. En cambio, la lectura pide todo lo contrario: calma, concentración y dedicación. Y, dejad, que nos pregunte lo siguiente: ¿si nosotros mismos hemos ido olvidando cómo dedicarnos plenamente a una actividad tan absorbente como leer un libro, cómo podemos esperar que nuestros hijos lo hagan?
Las notificaciones del móvil, los vídeos cortos en las redes sociales, las series en streaming... Todo está diseñado para captar nuestra atención de forma inmediata y fugaz. En cambio, la lectura pide todo el contrario: calma, concentración y dedicación
Las chiquillas aprenden, sobre todo, observante a los adultos. Lo sabemos de sobra: imitan nuestro comportamiento mucho más que escuchan nuestros consejos. Si nosotros no leemos, no es extraño que ellos tampoco tengan ganas de hacerlo. Les decimos que desconecten de las pantallas y cojan un libro, pero después somos los primeros a estar enganchados al móvil. Esta contradicción es difícil de justificar, porque el mensaje que reciben no es lo que decimos, sino lo que hacemos. Por otra parte, la lectura no tendría que ser una imposición. Si queremos que nuestros hijos lean, tenemos que hacer que se acerquen de manera natural, que descubran el placer que puede suponer perderse en una historia o aprender cosas nuevas a través de un libro. Eso implica cambiar nuestra propia perspectiva y no solo presionarlos para que lean como si fuera una tarea más de la escuela. A menudo, queremos que lean libros que consideramos educativos, que nos parecen importantes, pero nos olvidamos de que también ellos necesitan disfrutar de la lectura, aunque sea con cómics, libros de aventuras o cualquier otra cosa que los apasione. Siempre he pensado que la gente que no lee es porque no ha encontrado el formato, la temática o el autor que le gusta. ¡Y no es por nada, pero la oferta es infinita!
Les decimos que desconecten de las pantallas y cojan un libro, pero después somos los primeros a estar enganchados al móvil. Esta contradicción es difícil de justificar, porque el mensaje que reciben no es lo que decimos, sino lo que hacemos
¿Por dónde empezamos? Bien, pues... La coherencia es la clave: si queremos que ellos lean, tenemos que ser nosotros los primeros a hacerlo. Y al fin y al cabo no solo lo hacemos por ellos, sino también por nosotros. Porque la lectura nos enriquece, nos transforma y nos permite, aunque sea por unos instantes, escapar de la rutina y sumergirnos en otros mundos, llenos de conocimiento e imaginación. (Entendidos, eso último ha sonado muy romántico y muy triunfalista... Pero ¡lo pienso de verdad!)