Cuarenta y cinco después de su asesinato, un día como hoy de 1975, pensar en Pier Paolo Pasolini acostumbra a ser sinónimo de quedarse sólo con los elementos de la persona que, al fin, lo han convertido universalmente en un personaje eterno: su papel de homosexual en una sociedad homófoba, su cine transgresor, su militancia comunista y, obviamente, su muerte violenta. Para nosotros, además, el intelectual italiano será recordado siempre como alguien que el año 1946, fascinado por la lengua y la literatura catalana, se puso en contacto con Carles Cardó con el objetivo de tender puentes entre el catalán y el friulano: de aquel diálogo entre dos lenguas románicas minorizadas nació Fiore di poeti catalani, una traducción de poetas canónicos catalanes -de Roís de Corella a Riba, pasando por Verdaguer o Carner- que Pasolini editó en la revista del Academiuta de lengua furlana, Il Stroligut. La relación de Pasolini con Catalunya no acabó aquí, sin embargo, ya que su fascinación por nuestro país lo llevó varias veces a Barcelona, alojándose la mayoría a veces en casa de José Agustín Goytisolo. ¿Quién fue, pero, más allá de su singular vínculo con Catalunya, este intelectual calidoscópico a quién bautizaron con el nombre de dos grandes apóstoles, como él siempre recordaba?
Escribo estas líneas mientras recuerdo el film Pasolini, estrenado hace pocos años, un biopic que podría haber caído en la trampa de exponer en una pantalla todos estos elementos biográficos con la finalidad de narrar de forma morbosa una vida turbulenta y una muerte de la cual todavía no se ha sacado el quid de la cuestión, pero que por suerte no lo hizo. El acierto de aquella película de Abel Ferrara fue, precisamente, no pretender mostrar la vida de Pasolini, sino desgranarnos la esencia para adentrarnos en las últimas cuarenta y ocho horas de vida del escritor italiano. Como el mismo Pasolini afirmaba, más allá de cineasta, ensayista o articulista, a su pasaporte decía que él era escritor. Etiquetas aparte, sin embargo, Pasolini fue el más moderno de los modernos, un profeta de su tiempo capaz de alertar de que la sociedad que lo rodeaba se estaba dirigiendo hacia la deriva.
Una de las secuencias más acertadas del film, que pasó sin pena ni gloria por la cartelera, es la famosa entrevista que Furio Colombo, periodista de La Stampa, hace a Pasolini la tarde antes de su asesinato; sentados en el comedor de su casa, el escritor afirma que el ser humano ya no existe y que, por desgracia, nos hemos convertido sólo en extrañas locomotoras que chocan entre sí. Después, despidiéndose del entrevistador, Pasolini dice casi proféticamente que "todos estamos en peligro", regalándole al periodista lo que acabaría siendo el titular de la última entrevista de su vida. ¿De qué peligro hablaba, sin embargo? ¿Por qué, días después de su muerte, el líder democristiano Giulio Andreotti dijo "él se lo ha buscado" en referencia al asesinato del cineasta? Más allá del cine, Pasolini era por encima de todo poeta, seguramente por eso nunca pudo librarse de su alma trágica ni de su mirada nostálgica delante de aquello que habría podido ser y que no fue.
Su obra poética más importante, Las cenizas de Gramsci, esboza en gran manera un universo propio lleno de complejidad pero que por nada del mundo se aleja de la realidad de aquella Italia de los años sesenta, de un país que, como tantos otros países de Europa, vive frenéticamente después de la II Guerra Mundial la expansión del capitalismo en la Europa occidental. Pasolini, sin embargo, a diferencia de otros intelectuales de izquierdas de su tiempo, no es un hijo de la burguesía sino alguien que cuando llega a Roma se instala en un piso de un barrio obrero y periférico, alguien, en definitiva, que no se mira aquel mundo desde fuera sino que se zambulle plenamente para describirlo desde dentro. El libro no deja de ser un diálogo de él mismo con Antonio Gramsci, el gran pensador italiano de la primera mitad del s.XX y del cual Pasolini se siente heredero y cómplice. Precisamente este diálogo, que el poeta nos sitúa una mañana de mayo delante de la tumba de Gramsci en el Cementerio Inglés de Roma –donde también radica la tumba de Shelley, el poeta romántico inglés-, nos presenta la visión que Pasolini tiene de su país y que compara, inevitablemente, con la del país que conoció Gramsci, ya que no solamente es Italia lo que ha cambiado, sino que ha sido la sociedad la que ha aceptado asomarse contradictoriamente a las pautas consumistas, tal como refleja en una de las estrofas más célebres del poemario: "vivo en el sin vivir/ de la pesada posguerra: amando el mundo que odio –perdido y apedazado/ en su miseria- por un oscuro escándalo/ de la conciencia".
En la era de la inmediatez y el frenetismo informativo, en los tiempos de Twitter, de iTunes, los e-books o las compras con PayPal, no deja de ser sorprendente que alguien, hace casi medio siglo, afirmara que el arte narrativo había muerto y que nos estábamos acercando peligrosamente a la era del consumo masivo, de la devoción en el producto y el olvido inmediato de este. Seguramente es cierto que el mundo en el cual vivimos, tal como vaticinó Pasolini, sea aquel donde adoramos consumir sin acabar de apreciar nunca el contenido, por eso es especialmente destacable que uno de los fragmentos del biopic de Abel Ferrara jugara con el metacine todo recreando, a su manera, escenas de las películas que Pasolini tenía en la cabeza antes de morir y que nunca existieron. En una de ellas, la más significativa, un personaje baja al mercado y, sin entender nada, choca con una multitud que celebra el nacimiento del profeta; seguidamente es el mismo personaje quien ve pasar la estrella de la epifanía por el cielo y, convencido de que ha nacido el profeta, se aventura a seguirla hasta alejarse de la tierra para observar el mundo desde el cielo. Así pues, en un ejercicio de homenaje personal al cual posiblemente le sobraron escenas inconexas y que reclamaba, a mi entender, una distancia mayor entre director y homenajeado, Abel Ferrara –director de raíces italianas- declaraba en aquel biopic estrenado el año 2015 su admiración por Pasolini considerándolo, más allá de un maestro, a un profeta.
Considerándolo, en resumidas cuentas, un genio. Un genio que primero fue odiado, después perdonado y años, después como sabemos, exaltado y glorificado. Alguien que, sin morir en una cruz, fue brutalmente asesinato por decidir decir "no" delante de lo que él no creía justo. Alguien, en definitiva, a quien mataron un cuerpo pero de quien no han matado sus palabras. Ni sus cenizas.