Si hay algo que no se le pude negar a Patti Smith es el compromiso. Fidelidad con un estilo de vida y unos ideales que empezó con el recitar de “Jesús murió por los pecados de alguien, pero no por los míos”, uno de los versos más icónicos de la historia del rock, que marcaba el punto de partida de Horses, su disco de 1975, radiografía excitante de un momento muy concreto: la Nueva York en la que ella aterrizó procedente de su Chicago natal, y que entonces era epicentro artístico y capital del mundo. Ya saben, el Greenwich Village y el CBGB, el universo Warhol, los libros de Rimbaud, el Chelsea Hotel… Ahora, a sus 77 años, Patti Smith disfruta de cada instante. Incluso cuando vienen pintan bastos.
Por ejemplo, en el año de la pandemia, compartió cada día una fotografía en su cuenta de Instagram. En 2018 sus hijos la convencieron para hacerse una y, de ese modo, proteger su material y darle autenticidad. El resultado a aquello fue un libro, El libro de los días. En año bisiesto, por lo tanto había 366 imágenes. En la del 1 de enero, sale ella de espaldas, el mar de fondo, y esta reflexión: “Amanece un nuevo año, lo desconocido ante nosotros desborda las posibilidades”. Y en la última dice esto: “Todos los años, por mi aniversario, mi madre me llamaba a las 6:01 de la mañana y me dejaba este mensaje: Patricia, despiértate, que has nacido”. De hecho, cada año lo celebra con dos (o tres) conciertos, con la excusa de celebrar su cumpleaños (30 de diciembre) y cerrar el año en el Bowery Ballroom de Nueva York. La imagen de esos dos días es ella y el público con los brazos alzados celebrando que ha soplado velas y la fortuna de estar vivos.
Los últimos años, la vida de Patti ha discurrido alejada de los estudios de grabación. No le ha hecho falta. Su última aventura discográfica fue Banga, en 2012. Un álbum correcto, pero lejos de la excelencia que acostumbraba. Su vuelta a mediados de los noventa, de la mano de un Michael Stipe que la empujó a asomar otra vez la cabeza, fue brillante. La cosecha fue exquisita, discos como Gone again, Peace and noise, Gung Ho o Trampin´ son tesoros que perdurarán en el tiempo y en la memoria de esos seguidores que viven cada uno de sus movimientos, como una guía que les lleva por el buen camino. Es más, el documental Patti Smith: Electric Poet, dirigido por las francesas Anne Curaia y Sophie Peyrard, daba nuevas pistas. Y, a propósito de un Record Store Day, publicó un nuevo recopilatorio, en el que lo más importante era la fotografía de portada con homenaje a A love supreme de John Coltrane y el texto de su mano derecha, Lenny Kaye, en que relataba cómo, a través de los discos y sus tiendas, conoció a Patti. También ha estado al frente de Correspondences, un proyecto que inició precisamente como unas cartas sonoras entre Patti y Stephan Crasneanscki de Soundwalk Collective.
Una experiencia diferente y gratificante
Con la vitola de mujer inspiradora para muchos jóvenes (y los que no lo son tanto) gracias a su libro Éramos unos niños (trabajo que le prometió a Robert Mapplethorpe en su lecho de muerte), y con el que ganó el National Book Award, Patti se presenta en los sitios como alguien que más allá de cantar (y escribir), representa una forma de comportarse, de respeto a los demás y denunciar, si este es el caso, cuán podrido está el mundo. Smith ha pisado tierras catalanas en infinidad de ocasiones en las últimas dos décadas, y siendo conciertos con esquemas parecidos, siempre hay algo, un detalle o una situación, que lo convierten en una experiencia diferente y gratificante. De sus conciertos sales como un héroe, convencido de que nada se te puede resistir. Si ella lo ha hecho, tú también. Es como una chamana que te convence con sus actos y su sola presencia. Así pues, cada cierto tiempo necesitas que Patti reconfirme que tus ideas, la persecución de cada sueño, no son tan inverosímiles e improbables.
Smith ha pisado tierras catalanas en infinidad de ocasiones en las últimas dos décadas, y siendo conciertos con esquemas parecidos, siempre hay algo, un detalle o una situación, que lo convierten en una experiencia diferente y gratificante
En esta ocasión, Patti Smith venía sin su fiel escudero, Lenny Kaye. Se hace raro no verles juntos. Pero en este caso, creo que la ha favorecido: menos encorsetada y no tan pendiente de su amigo del alma. Como si fuera una señal divina, el concierto ha empezado con Summer cannibals, el latigazo de bienvenida en Gone again, el disco de la reválida y la de su propia redención. Con Redondo beach ha encendido esa extraña mecha del reggae, mientras que Ghost dance y Man in the long black coat de Bob Dylan la han puesto en clave poética.
Patti canta desde la calma porque está en paz consigo misma
Patti canta desde la calma porque está en paz consigo misma. Es decir, sus conciertos puede que sean (o parezcan) iguales, pero en el fondo, nunca lo son. De eso puede dar fe Gay Mercader, de quien siempre se acuerda, nunca faltan las rosas y la botella de vino como obsequio y ese guiño a la amistad (Patti incluso ha salido en un momento del concierto con él cogida del brazo). Otro recuerdo siempre presente es su historia de amor con Fred “Sonic” Smith, a quien dedica la interpretación de Summertime sadness de Lana del Rey, una de las sorpresas gratas en esta gira (la toca a veces), con una adaptación fiel y respetuosa. Una elección que podría extrañar, pero no: Patti siempre estuvo cerca de los jóvenes, huele el talento a una legua de distancia (en su día lo reconoció en Amy Winehouse). Y Lana lo tiene a raudales. Esto ha empalmado directamente con un Because the night mucho más sobado, pero no por ello, prescindible. Tras un leve descanso en que sus compañeros han hecho Fire de Jimi Hendrix; ha vuelto con las pilas cargadas, más profunda y muy reflexiva. Ha retomado el concierto con Dancing barefoot, después ha venido una Peaceable kingdom con una gran carga emocional (diatriba en defensa del pueblo palestino) y, quizá, la canción que ha hecho más a pecho descubierto, Pissing in a river. La ha cantado con rabia contenida, espíritu guerrero marcado a fuego en su piel y en su voz. La fiesta, sin embargo, no ha acabado aquí. Todavía hay otro episodio nostálgico, el doblete con About a boy (la canción que cantó Kurt Cobain con ella en Gone Again) y la revisión enfurecida de Smells like teen spirit de Nirvana. Con la platea (y las gradas) ya en ebullición, quedaba Gloria, que como bis, ha creado esa comunión en que unos saltan y otros sonríen (también los hay que lloran de la emoción). Y ella, ahí en medio, como si nada. Ya no tan enérgica como antes, puede que hasta más comedida y, si eso es posible, todavía más sabia. Patti debería ser inmortal.