A medio camino entre Barcelona y Valencia hay un islote atado a la península por un tómbolo, como uno recosido entre la tierra y el mar, que destila belleza y anacronismo a partes iguales. Peñíscola, mundialmente conocida gracias al Papa Luna, es la destinación ideal para un verano anacrónico como el de este año, donde el turismo de proximidad y los veranos como eran antes no son una campaña de marketing provinciana ni una elección nacida de la nostalgia, sino casi una obligación. Back to basics: en La Tumbona sabemos que vuelven las vacaciones de postal, por eso Peñíscola es la primera parada.
Belleza sin cosmopolitismo
El coronavirus y la propagación de la Covid-19 han generado un imperativo revival de las "vacaciones vintage", con la consiguiente apología de los viajes con el maletero lleno hasta arriba, las vacaciones a primera línea de mar em un 5º sin ascensor o los bares de paseo Marítimo con letreros llenos de tapas fotografiadas con una cámara analógica antes de los Juegos Olímpicos de Barcelona. Más allá de este romanticismo al cual se han tenido que aferrar los hipsters fueron a la EGB y que este año no podrán perderse por el sureste asiático, alguna isla caribeña o la costa Dálmata, hacer una escapada vacacional a Peñíscola es redescubrir una joya del Mediterráneo poco reivindicada por los jóvenes, a pesar de contener todo aquello que muchos buscamos durante unas vacaciones: rincones fotogénicos, comida económica y, sobre todo, autenticidad. Mucha autenticidad.
En Peñíscola no hay aventura, ni prisas, ni tampoco rutas de mil horas en busca de uno mismo, pero está la posibilidad de hacer uno de los viajes más fascinante que puedan hacerse en la actualidad: viajar al pasado, a los últimos años de las pesetas, la televisión con ocho canales y la gente haciendo el aperitivo los domingos con un diario gruesísimo bajo el brazo. Ya sea arriba en el pueblo viejo como abajo, en la zona más moderna urbanizada a mediados del siglo XX, existe en cada pellizco de Peñíscola una especie de familiaridad en el ambiente provocada por la extraña sensación de pasear por un lugar que parece permanentemente afectado por eso del efecto 2000.
Cuando hace veinte años decían que el mundo se acabaría y que todo saltaría por los aires, Peñíscola ya era como es ahora, ya tenía las tiendas que tiene ahora y ya enamoraba a los padres de los abuelos a quien enamora ahora, por eso pasear por la calle del Castillo o la calle del Príncipe, allí donde la villa vieja se precipita en el mar, es transitar haciendo equilibrios encima de la fina línea que separa la belleza de unos callejones llenos de encanto y la vejez de unas casas, unos comercios y unos restaurantes donde de algún momento al otro parece que pueda aparecer de la nada Alfredo Landa comiéndose un helado con galleta, más conocido en nuestra casa como corte o, como se llama en Peñíscola, un xàmbit.
Templarios, horchata fresca y olor de fritura
Junto con Tossa de Mar, Cotlliure, la villa de Ibiza y el Alguer, la ciudad de Peñíscola es una de las únicas cinco poblaciones medievales fortificadas que todavía existen a primera línea de mar en los Países Catalanes. Durante el Cisma de Occidente del s.XIV que dividió la iglesia católica en dos sedes papales, el papa Benedicto XIII –considerado en el Vaticano un antipapa- estableció en el castillo templario de Peñíscola su residencia papal después de verse obligado a abandonar Aviñón. La espectacular fortaleza es uno de los grandes reclamos turísticos, aunque en las callejuelas y las placitas de la ciudad vieja es posible encontrar algún Airbnb con encanto, tiendas de artesanía donde comprar unas alpargatas o un sombrero de paja hecho a mano sin que sea necesario venderse un riñón y, sobre todo, terrazas y bares donde gandulear con vistas en el mar.
Peñíscola, en definitiva, es como un hijo bastardo de Cadaqués, pero también como un primo hermano de Salou. Precisamente es de esta ambivalencia híbrida tan curiosa de donde nace el fascinante contraste entre la estética fotogénica de uno de los pueblos de costa más bonitos del Mediterráneo y, sin embargo, la estética hortera de una ciudad turística llena de restaurantes populares que no viven pendientes de los comentarios de TripAdvisor o de hoteles que parecen extractos de un libro de Francisco Umbral.
Calas empedradas, playa larga y paella
El Parque Natural de la Sierra de Irta, en el sur de Peñíscola, es uno de los pocos rincones sin urbanizar de la costa valenciana. Aquí, en una tierra tan magullada por la especulación inmobiliaria sin miramientos del siglo pasado, casi treinta kilómetros de costa esconden varias playas y calas de ensueño que no tienen nada que envidiar de las calas de la Costa Brava o Menorca, por decir dos ejemplos al aire. Para llegar a playas idílicas como la Cala del Port Negre, la Playa del Russo o la Cala Wiketete hay que conducir por carretera y caminos unos veinte minutos desde Peñíscola, pero la excursión nos parecerá una tontería si pensamos que hay mucha gente que para bañarse en unas aguas cristalinas y unas rocas como las de este litoral virgen hace miles de kilómetros en avión.
También en contraste con las calas de piedras donde hay que bañarse con sandalias de río para no herirse los pies, las dos playas de Peñíscola son un ejemplo de playa típica y tópica, pero ideal para hacer lo que hace más falta hacer durante las vacaciones: no hacer nada. Tanto en la Playa de Migjorn, en el sur de la ciudad vieja, como en la Playa Nord, que se extiende hasta Benicarló, hay decenas de restaurantes con nombres eminentemente caseros y en los que todos afirman hacer la mejor paella de la zona. Quien escribe estas líneas, sin embargo, confiesa que la mejor paella de Peñíscola es la que no está anunciada en ningún sitio, ni siquiera en la carta del restaurante donde la cocinan; para comerla, se aconseja subir al pueblo viejo, entrar en alguna tienda de toda la vida de la calle del Olvido, pedir al comerciante qué paella recomendaría de Peñíscola y, como si fuera un secreto sólo conocido por los autóctonos de la villa, os dirá que os dirigís a un restaurante pequeño, esmirriado y poco pomposo donde sólo hacen paella por encargo.
Seguid las instrucciones, pedid una ración, disfrutad de una catarsis culinaria difícil de explicar y comprenderéis que si no menciono el nombre del bar es, sencillamente, porque las cosas buenas, nos guste o no, vale más guardarlas en secreto. Un poco como Peñíscola, un destino estival tan anacrónico y fascinante que parece como si el mundo hiciera décadas que lo protegiera, escondiéndolo por miedo que deje de ser algún día la fabulosa reliquia que es.