Nos hacemos mayores y no nos damos cuenta. O sí. Lo digo porque la semana pasada nos despertábamos con una noticia que da cierto respeto: ya han pasado 20 años desde que bailábamos La Tanga a ritmo de Lopes y Ramon en la playa de la Barceloneta. Ojo. Se cumplen dos décadas de un capítulo histórico de Plats Bruts, uno de los más recordados, de los más bailados, de los más imitados y, porque no, quizás también de los más reídos. Pero aparte del síncope inicial por hacer tangible que ya no tenemos quince años, me percaté de una cosa que me parece fuertísima: que conozco gente, mucha gente, que entonces aún no había nacido y que se sabe todos los gags de pe a pa. Eso no pasa con las coetáneas Jet Lag o Majoria absoluta, que son míticas pero no han sobrepasado a la friki-frontera generacional. ¿Qué tiene Plats Bruts para ser absolutamente transversal y atemporal?
Es difícil analizar una sitcom que te gusta y que, encima, lo último que busca es que te te margines al rincón de pensar mientras te golpeas contra la pared y lamentas tu mierda de vida. Todos estaremos de acuerdo que se aleja de cuestionamientos existenciales y filosóficos para ir a la risa fácil y banal, para hacer que no pensemos en nada. Pero si rascamos un poco, la serie de TV3 es una de las piezas más reflexivas que ha programado la pública: lo hace poco a poco, sutilmente y sin prestar demasiada atención, como se inoculan y calan las mejores ideas. Y por eso nos fascina. Porque, en el fondo, Plats Bruts es una radiografía brutal de los auténticos dramas sociales que seguimos viviendo muchos años después.
Tengo 30 años y comparto piso
Tienes trabajo y más de treinta, pero tienes que convivir en un piso de mala muerte porque no puedes permitirte un alquiler tú solo. ¿Te suena? Ya pasaba a principios de los 2000 cuando Lopes, con 34 años, tenía que conformarse con un piso de 50 metros cuadrados - que vale, tenía más luz que Lloret, pero lo tenía que compartir con un ex alumno suyo del esplai. Si lo vemos con los ojos de la crisis de la vivienda que tenemos que soportar hoy, la cosa es para llorar. Por aquel piso en pleno Eixample de dos habitaciones, balcón y lavadero en pleno Eixample se pactan 55.000 pesetas mensuales (unos 350 euros) - y 90.000 (540€) cuando llega la desvergüenza de David. Eso último es lo que hoy cuesta una habitación en cualquier barrio de Barcelona y, si me apuras, también pisos igual de pequeños que la casita de madera okupada por Emma y Marujito. Y así vamos: mientras la media de sueldos fluye entre aguas mileuristas y se está destinando más de un 40% del salario mensual para pagar los alquileres, la regularización de los precios está estancada y no sirve para casi nada.
Tengo clasismo, picarols y ricos del cagar
David Güell es la alegoría del capitalismo, el neoliberalismo y el morro. La desigualdad de clases existe por gente como él, que con una risa contagiosa y un fajo de billetes en el bolsillo consiguen lo que quieren. David no sólo tiene mucha pasta, sino que le sale el ego por las orejas y presume antte todo el mundo con una cara alucinante de lo que tiene y de lo que no – como el inexistente talento para ser actor, que también soluciona a golpe de talonario. Soy rico del cagar, dice siempre, y le da igual que a su alrededor las personas no lleguen a final de mes. Igual que las entidades bancarias miran ningún otro lado ante los desahucios de miles de familias que no tienen nada. Y la Carbonell lavándole los picarols ya es el colmo del clasismo.
Tengo comentarios homófobos camuflados de simpatía
Floreta. Eso es el insulto más repetido por Ramon, un personaje que cae bien a todo el mundo pero que no para de mostrar los prejuicios y estigmas que sufría la comunidad gay a finales de los 90 – y que siguen apaleando y asesinando hoy. Evidentemente, Ramon no tiene un objetivo macabro cuando se refiere a la homosexualidad de Pol, pero su naturalización para mofarse de la vida privada de alguien más fomenta estos comentarios homófobos y dificulta que las personas homosexuales puedan encontrar espacios seguros y de cura. Hay mucha peña que hace ir el maricón, el bujarra o la marimacho de una manera escandalosa y sí, el lenguaje se tiene que cambiar. Todavía ahora.
Tengo miedo de hacerme mayor y quedarme sola
¿Habíais escuchado hablar de la gerascofobia? Es la fobia irracional a envejecer, a ser descartada por la sociedad y etiquetada de inútil y poco válida. Un miedo reforzado por la poca importancia que se da a la tercera edad (antes de la pandemia, ¿quién pensaba en ella?). En el Capítulo 66: Tinc piu-piu, la Iaia está preocupada porque no entiende la jerga juvenil y quiere aprender, dejando uno de los mejores gags que se recuerdan, con el espectacular xupa'm el mondongo que le suelta a David; y en el Capítulo 62: Tinc tota la vida per endavant, Oriol - el padre de Lopes - se jubila y acaba sufriendo de estrés por la acumulación de actividades que empieza a hacer. Dos caras de una misma moneda y que desembocan en el mismo sitio: como hacerse visibles cuando, para el mundo, ya no vales para nada.
Tengo Ràdio Bofarull, la precarización que no quiero
Ya lo sabía Lopes cuando lloraba en Ràdio Bofarull que el mundo del periodismo no era cosa fácil. Lo que todavía no sabía era que poco después llegaría una crisis económica global, una brutal revolución digital y una caída del papel que obligaría a centenares de medios de comunicación a bajar la persiana. Y que los contratos basura, lejos de mejorar, se coronarían como el embrión de los ERE y de todas estas siglas que se han inventado los de arriba para decir que nos quieren echar a la calle. La sobre explotación laboral por parte de las Mercedes del mundo (de los Mercedes, recordamos el techo de cristal) como forma para decirnos que nos lo hemos de currar fuerte para llegar donde queremos; que tenemos que saber hacer de todo, también operar un riñón o arreglar el coche. Y que, si no nos gusta, ya sabemos dónde está la puerta. Estamos bien jodidos.
Tengo un rifle contra el machismo
Cuando todavía no se estilaba esto de etiquetar a las mujeres de feminazis, la Carbonell acojonaba a todo el mundo cargando el rifle y explicando batallitas sobre su superioridad humana. Lo podemos leer como un absoluto empoderamiento, pero también como la metáfora perfecta de una condena de género. Ella, asistenta de día y presidenta de la Asociación Catalana de Amigos del Rifle de noche, siempre decía que no le dejaron hacer el servicio militar por ser demasiado violenta. Pero no porque fuera una mujer en un territorio de hombres. Y siempre le hemos comprado este discurso porque Conxita Carbonell se alejaba de la figura de buena mujer del imaginario colectivo pre-moderno y post-franquista. Y esta vuelta de tortilla es redonda para ver que el machismo, en Plats Bruts, existía. Una mujer inteligente y con las ideas claras que, pasada la sesentena, le friega los huevos a un malcriado de clase alta – seguramente para tener una pensión digna cuando se jubile. ¿Qué más podemos pedir las mujeres?