Viena (Imperio austro-húngaro), 1 de octubre de 1814. Hace 210 años. Los representantes diplomáticos de las potencias que habían derrotado al Imperio napoleónico (Gran Bretaña, Prusia, Rusia, Suecia y Austria-Hungría), se reunían para redibujar las fronteras de Europa. Se explica que el nuevo trazado no sería más que la restauración de las fronteras anteriores a la expansión francesa, iniciada en tiempos de la Revolución (1794), pero, en cambio, una atenta observación al nuevo mapa continental indica lo contrario. En Viena, las potencias ganadoras restauraron la independencia y dimensionaron la fuerza de tres Estados destinados a ejercer la función de tapón de contención de futuras tentaciones expansionistas francesas: los Países Bajos en el norte, Baviera en el nordeste y Piamonte en el sureste. ¿Por qué Catalunya, en el sur, no fue la cuarta pata de ese proyecto?

Mapa del Primer Imperio francés. Fuente Wikimedia Commons
Mapa del Primer Imperio Francés / Fuente: Wikimedia Commons

El caso de los Países Bajos

En 1795, el régimen revolucionario francés ocupó los Países Bajos austríacos (la actual Bélgica), y en 1806, el Imperio napoleónico hizo lo propio con las Provincias Unidas (lo que coloquialmente denominamos Holanda). En 1815, el Imperio napoleónico había sido derrotado y desintegrado, y la lógica de los vencedores podría haber pasado por restaurar la independencia de las Provincias Unidas y retornar los antiguos Países Bajos austríacos a la soberanía de Viena. Pero, al contrario, lo que se decidió en esa mesa negociadora fue la creación del Reino de los Países Bajos, que aunaba ambos territorios. Austria-Hungría cedía su antigua posesión y Gran Bretaña aceptaba la formación de un potente competidor; con el objetivo de crear un Estado lo bastante dimensionado como para contener a Francia en un hipotético intento de expansión hacia las costas del mar del Norte.

El caso de Baviera

Baviera también había sido ocupada durante la etapa revolucionaria francesa (1795). Pero la complicidad de las élites bávaras y el régimen bonapartista aventuraba una absorción austríaca. La lógica esperada, sin embargo, tampoco se impuso. Austria-Hungría le usurpó los territorios de Salzburgo, Tirol y Vorarlberg. Pero, a cambio, y reveladoramente, Baviera vio restaurada su soberanía y fue compensada con la anexión del Bajo Palatinado, un antiguo principado independiente que lindaba con las regiones francesas de Lorena y Champaña. De este modo, Baviera —más próxima a las fronteras de Francia que Prusia o que Austria— también era dimensionada para contener a Francia en un hipotético intento de expansión hacia la Confederación Germánica (el conglomerado sucesor del Sacro Imperio).

Mapa de las nuevas fronteras dibujadas al Congreso de Viena (1815). Fuente Historical Atlas
Mapa de las nuevas fronteras dibujadas en el Congreso de Viena (1815) / Fuente: Historical Atlas

El caso de Piamonte-Cerdeña

Como había sucedido con los Países Bajos y Baviera, el reino de Piamonte (la parte continental, es decir, Saboya, Piamonte y Niza) había sido ocupado por Francia durante la etapa revolucionaria (1794). Y, como también había sucedido con los dos casos anteriores, en las negociaciones de Viena (1815) se restauró el dominio piamontés sobre la parte continental (Cerdeña no la habían perdido nunca) y se dimensionaron sus dominios para la misión que se les había reservado. El reino de Piamonte-Cerdeña, con la bendición de las potencias ganadoras, ocuparía el territorio de la que, hasta la invasión francesa (1794), había sido la histórica República de Génova, que, como el Bajo Palatinado, pasaba a engrosar la nómina de daños colaterales. El objetivo era contener a Francia en un hipotético intento de expansión hacia la península Itálica.

Y Catalunya...?

Todos los negociadores de Viena (el austríaco Metternich, los británicos Castlereagh y Wellington, los prusianos Hardenberg y Humboldt, y los rusos Nezalrode y Rasumovski) conocían el papel de Catalunya en el contexto europeo. En aquel escenario negociador, todavía resonaban las citas del diplomático Pèire de Marca, negociador francés de la Paz de los Pirineos "los catalanes sueñan con una independencia y una libertad absoluta, con un gobierno que les sea propio" (1659), del escritor y filósofo ilustrado Voltaire "Catalunya puede prescindir de todo el universo, pero sus vecinos no pueden prescindir de ella" (1751), de los dirigentes revolucionarios franceses Couthon y Robespierre "Hay que hacer de Catalunya una pequeña república independiente" (1793), o de Napoleón (1808) y más tarde de Talleyrand, primer ministro de Francia mientras en Viena se dibujaba el nuevo mapa del continente (1815) "Catalunya es la provincia menos española de España".

Mapa austriac de Catalunya (1791). Fuente Instituto Cartografic de Catalunya
Mapa austríaco de Catalunya (1791) / Fuente: Institut Cartogràfic de Catalunya

Condiciones favorables

Catalunya tenía todos los condicionantes geográficos, históricos y culturales para convertirse en la cuarta pata del proyecto de Viena: la creación de un Estado tapón para contener a Francia de un hipotético intento de expansión hacia la península Ibérica. Catalunya, incluso, aportaba los elementos necesarios para dimensionar su arquitectura. Con una Francia derrotada, no habría sido difícil reincorporar el Roselló y la Cerdanya. Y con una España gobernada por el ridículo Fernando VII, el rey que le había vendido la corona a Napoleón (1808) y que felicitaba al emperador francés por sus triunfos sobre la insurgencia española, no habría sido difícil hacer lo propio con las Mallorcas y con el País Valencià. De hecho, desde el siglo anterior, la prestigiosa escuela de cartografía de Versalles ya publicaba mapas que dibujaban la reunión de los Estados de lengua y cultura catalanas.

Entonces... ¿por qué no?

En la no decisión de crear una Catalunya independiente, influyeron dos factores muy importantes. El primero sería la propia decadencia española. En esa Europa que se fabricaba en Viena, España ya era considerada un actor secundario, y las potencias ganadoras nunca permitieron que el representante español, Gómez Labrador, pasara de la sala de espera. Además, tres de las cuatro potencias ganadoras estaban gobernadas por regímenes absolutistas (Austria-Hungría, Prusia y Rusia) y su pretensión era imponer este sistema por todo el continente para impedir la reedición de revoluciones como la francesa. Y Fernando VII de España, desde que estaba, nuevamente, en el trono de Madrid (1814), había restaurado la Inquisición y destinaba todos sus esfuerzos a perseguir a los liberales que habían luchado por su retorno.

Corografia de los estados de lengua catalana (1773). Fuente Instituto Cartografic de Catalunya
Corografía de los Estados de lengua catalana (1773) / Fuente: Institut Cartogràfic de Catalunya

Una solución barata y conveniente

En los cenáculos internacionales, Fernando VII era un personaje sin credibilidad. Y, al reservarle ese papel, lo ataban en corto. Pero en esa decisión también pesó un segundo factor tan importante como el primero: la postura de las élites del país. Mientras que en Ámsterdam, en Múnich y en Turín, sus respectivas élites abrazaron el proyecto vienés, es decir, la independencia y el dimensionado del país, en Barcelona, las clases mercantiles (las verdaderas clases dirigentes de la ciudad y del país) le dieron la espalda. El aparato fabril catalán, destruido a propósito por el régimen borbónico durante la guerra y la ocupación del país (1707-1714), había resurgido lentamente a partir de la colonización comercial catalana de la América hispánica (1750) y las élites del mundo de los fabricantes catalanes no querían romper los vínculos con la estructura política que garantizaba estos ejes.

De esos polvos, estos lodos

María Cristina (viuda de Fernando VII) entregó el poder a los liberales (anteriormente masacrados por el difunto rey) a cambio de su apoyo a la reina-niña Isabel II (1833). Los liberales españoles jacobinos y la élite del mundo industrial catalán forjaron una interesada alianza política y socioideológica, que se materializaría en la institución de un sistema proteccionista, que convertía al reino español en un coto de la industria catalana, y que era contrario a nuestra tradición mercantil (recordemos que la chispa que había provocado la revolución austracista de 1705 había sido la prohibición borbónica de comerciar con Inglaterra y los Países Bajos, los principales socios comerciales de Catalunya). Acto seguido, los liberales, reveladoramente, extenderían el sistema proteccionista a la industria vasca y a los productores cerealistas castellanos.

Visita de Fernando VII a la Casa de la Lonja|Palco para observar los inventos de se la industria catalana (1802). Fuente Casa de la Lloitja.
Visita de Fernando VII a la Casa de la Llotja para observar los inventos de la industria catalana (1802) / Fuente: Casa de la Llotja

La sociedad parasitada

"Catalunya es la provincia menos española de España". Couthon, Robespierre, Napoleón, Talleyrand (a caballo entre los siglos XVIII y XIX) sabían que la sociedad catalana se sentía, básicamente, catalana. Sabían que los somatenes populares que habían combatido la incorporación de Catalunya al Imperio de Napoleón (1808-1814) lo habían hecho en nombre del país, de la religión y de la tradición, y nunca lo habían hecho en nombre de Fernando VII, ni de España. Desde entonces —desde la Conferencia de Viena (1815)— se ha abierto, de vez en cuando, alguna ventana que habría permitido "la soñada independencia" de la que hablaba Pèire de Marca. ¿Quién lo dice que ahora no es así? Y si es así, ¿quién juega el papel de los pretendidos liberales españoles, furibundamente jacobinos? ¿Y quién el de los liberales progresistas catalanes —del general Prim—, que les apoyaron?