La buena herencia, lo mejor de nuestra cultura, es la alegría. De hecho, nos gustan mucho los sentimentalismos y las tristezas importadas de Japón o Andalucía, el minimalismo escandinavo, la impasibilidad inglesa, también el dramatismo italiano del Dante, todo lo que ustedes quieran y más. Pero, a la hora de la verdad, lo que nos enamora es la risa, y por eso va tan buscada. La posibilidad concreta de mantenernos contentos durante un espacio de tiempo, de manera que la nostalgia de La Trinca o de Jaume Sisa pudiera ser que fuera más unánime y sentida que la de Serrat, Raimon o Llach. Estamos hablando de la alegría, una experiencia que sabemos perfectamente lo que es, y no como la felicidad, que nos parece una exageración, una quimera, una palabra que sale en algunos libros. Es la alegría, el gozo, el contento, la perspectiva plausible del vivir escéptico de los catalanes, de nuestro talante disolvente e, incluso, disidente, discrepante de todas las mayorías y unanimidades mundiales. Es nuestra inercia familiar.

La alegría nuestra puede ser —y suele ser— de pésimo gusto, como aparece en el teatro de Pitarra, que en Barcelona tiene una estatua rococó y de hojaldre, en la Rambla, frente a la Universidad Pompeu Fabra, ideal para fomentar confusiones. Nuestra alegría es la que busca el ingenio ya que no hemos encontrado la solución, la que nos mantiene en una relativa estabilidad emocional, pase lo que pase, simulando que es imposible que nadie nos acabe los cuartos, como decía Francesc Pujols. Los cuartos o, lo que es lo mismo, la fe en nosotros mismos. La alegría nos hace estar permanentemente alerta y dispuestos a jugar con el vocabulario y la inteligencia. El juego del gozo nos tiene acostumbrados a no tomarnos nada demasiado en serio. Por eso cuando lees una página de filosofía de Pujols nunca puedes saber si está escrita en serio o en broma. A diferencia de todos los demás libros filosóficos que podemos encontrar en el mundo. Como en la vida misma, el humor, el juego, la alegría nos obligan a estar en guardia.

Nuestra gran novela es el Tirant lo Blanc de Joanot Martorell. / Proa

Ciertamente nuestra alegría no se entiende mucho, pero ni falta que hace. De ahí la fama melindrosa que asegura que los catalanes somos animales tristes, tímidos y otras expresiones y maneras que tienen de decirnos que nos ven extraños. Muy bien. Hay personas que confunden la alegría que nos arrastra y templa nuestras biografías con las formas de la hipocresía. Nuestra alegría no viene de una experiencia colocada, química ni obligatoria. Tampoco es la falsa joya de los curas inseguros ni son los chistes tímidos de las monjas. Ni la alegría del psiquiatra o del profesor sonados, tampoco son nuestra alegría. Es una joya que puede y quiere durar, que cura, que nos arrastra a ser dignos en la pobreza y encogidos en la fortuna, siempre inmerecidas las dos. Es la alegría judía de los hermanos Marx y agnóstica de los Beatles. La de los trovadores. Los trovadores son ciertamente nuestra tradición. “Toda la alegría del mundo es nuestra” dice Guillermo de Aquitania, en un poema, a su chica.

En las tierras catalanas, consideramos nuestra gran novela el Tirant lo Blanc, el libro menos solemne y vanidoso posible. Exactamente lo contrario de los otros grandes libros nacionales, el nuestro es un vodevil y una parodia irreverente sobre todas las cosas supuestamente serias de este mundo

La alegría es una determinada cultura en la que creemos unos cuantos. Fíjense en aquel famoso cartel del avi Macià que sonríe, alegre, después de muerto, en las elecciones de 1936. De Hitler o de Mussolini, en cambio, no se prodigan imágenes risueñas porque son dos personalidades que simulan que son muy serias y muy profesionales. Ponen cara de enojados. Porque tienen entre manos un gran proyecto que hoy ya sabe todo el mundo cómo acaba. Nosotros, en las tierras catalanas, consideramos nuestra gran novela el Tirant lo Blanc, el libro menos solemne y vanidoso posible. Exactamente lo contrario de los otros grandes libros nacionales, el nuestro es un vodevil y una parodia irreverente sobre todas las cosas supuestamente serias de este mundo. Una derisión que va minando y destruyendo, desde dentro, toda la falsedad de la sociedad, todos los ídolos de yeso. Si se enseñara como es debido en nuestras escuelas este libro extraordinario de Joanot Martorell, el mejor libro del mundo, quizás nuestros adolescentes podrían entender que los males de amor no pertenecen al género dramático sino al cómico. Será verdad aquella sentencia que se atribuye a Churchill pero que podrían firmar ahora mismo nuestros principales creadores, de todas las épocas. El éxito consiste en ir de fracaso en fracaso sin perder nunca la sonrisa.