Hasta ahora la metáfora por defecto con que se explicaba el procés era el choque de trenes. Desde hace un mes ya no sirven metáforas: ahora el procés es, directamente, un golpe de Estado.
La sustitución de un concepto por otro no ha sido sencilla. No se puede saltar directamente de una imagen neutra a una acusación criminal tan grave. Para darle credibilidad, el relato unionista del procés, poco a poco, ha sustituido la descripción por la imputación. Un crescendo de pantallas, dicho en lenguaje procesista, que va de la "fractura social", la fuga de inversiones, la tapadera de la corrupción, la equiparación al terrorismo –yihadista o etarra– hasta la fabricación del catalán violento.
A medida que el procés prosigue y la realidad (y el buen humor) desmiente las nuevas mistificaciones, las terminales mediáticas y las entidades que las difunden han ido quemando su valor. Ha sido necesario añadir a los medios mejor dispuestos a encabronarse, otras cabeceras de referencia y columnistas más relucientes. En este tramo final, el mismo gobierno español se ha puesto directamente a fabricar el relato y sus ministros a hacer de altavoz –con episodios más graves como la Operación Catalunya, que incluye policía política y periodistas amigos.
La prueba del fracaso de estas fabricaciones es que no aparecen en los medios extranjeros, cualquiera que sea su color –a los que podemos presumir libres de implicaciones emocionales. A la hora de informar de la convocatoria del referéndum u otros momentazos del proceso, ninguno de los relatos del unionismo hardcore, ni los mejor vestidos, ha hecho mella entre corresponsales y agencias. Aunque los venda a un ministro. No los tocan, no los mencionan. Por el mundo afuera, el procés no se explica como un golpe de estado, seguramente porque los hechos no lo avalan.
Una metáfora neutra
La única metáfora viva es la del choque de trenes –más que la del suflé, también impugnada por la realidad. Después de superar a todos sus rivales, ha llegado a la final con el relato del golpe de Estado. El partido todavía se juega.
El choque de trenes toma vuelo en torno a la campaña del 27S de 2015, cuando la política recupera todo un tópico clásico del periodismo deportivo. Todo el mundo lo entiende: tiene la virtud de presentar una situación equilibrada y equidistante entre dos fuerzas opuestas sin favorecer a ninguna: habla de dos extremos que no se escuchan sino que van directos uno contra otro a toda velocidad. Es una metáfora que se ve, se oye, se gusta, se toca, se huele.
La imagen también tiene implicaciones fáciles de ver. Acaba en destrucción de uno y otro y la ruina de la misma vía. Además, no es suficiente que frene uno para evitarlo: ltienen que hacerlo ambos. Nadie desea un choque de trenes, especialmente los que viajan en ellos, pero tampoco los mirones, que se quedarán sin ni trenes ni vía si sus esfuerzos por evitar el encontronazo no prosperan. Choque de trenes. Una imagen gráfica de lo más neutral.
Además, tenía la virtud de dar centralidad en la Tercera Vía, la otra gran metáfora ferroviaria del proceso, designada como ruta de salida a la colisión de los convoyes.
Una metáfora sin país
El choque de trenes funciona porque es una metáfora sin país ni ideología. El exdirigente comunista Julio Anguita ya la utilizaba en noviembre de 2015 cuando decía que la situación era "un choque de trenes conducidos por auténticos insensatos, mentecatos y corruptos". Uno de los columnistas del digital progre eldiario.es, Carlos Elordi –como Anguita, tampoco es ningún ultra– también lo había usado tres meses y medio antes en referencia al 27S: "Ya es tarde para reaccionar. El choque de trenes es inevitable". Este mismo viernes, Joan Tàpia la utiliza en ese sentido equidistante en su columna de El Periódico: "El choque de trenes se ha incubado once años".
El choque de trenes, además, es muy maleable y permite muchas versiones. Las dos últimas son muy originales. Una, propuesta a finales de febrero de este año por Lluís Bassets desde Barcelona en El País, es "el choque de trenes pactado". Consistiría en que ambas partes cierran el enfrentamiento acordando un topetazo teatral para calmar cada uno a sus respectivas huestes, para actro seguudo sentarse y "acordar esta tercera vía tan injuriada y combatida por los mismos que ahora se verán obligados a resucitarla".
La segunda variante la firma José Alejandro Vara en Voz Pópuli, desde Madrid. Es más reciente, de hace dos meses. Se formula así: El choque de trenes no será entre el Gobierno central y la Generalitat. Será entre las fuerzas independentistas, creen en Moncloa. La presión judicial empieza a pasar factura entre los impulsores de la 'desconexión'. El referéndum pende de un hilo". Se conoce que este hilo es de buen material.
Al pobre choque de trenes lo han manoseado tanto, que la idea ha quedado desgastada, devaluada, consumida. Incluso Patxi López la proponía para describir la competencia entre Susana Díaz y Pedro Sánchez a las primarias del PSOE.
La metáfora perdedora
En su análisis de hace dos años, Elordi advertía que "si el electorado catalán no modifica sustancialmente sus actuales tendencias de voto, a partir del 27 de septiembre [de 2015] podría empezar a producirse una crisis de Estado de gravedad sólo comparable al golpe de Tejero de 1981". Sin querer, había dado una idea que, madurada en otros ambientes, cuajaría en la comparación procés = golpe.
El primero que la utiliza es Alfonso Guerra, en una opinión publicada en el semanario Tiempo el 1 de septiembre de 2015. El exvicepresidente habla de "golpe de estado en cámara lenta". Lo hace dos veces para justificar la suspensión de la autonomía, etcétera. Todo el mundo se hizo eco de la cosa. A pesar de que la metáfora no tuvo continuidad (el ex diputado del PP Jorge Trias Sagnier la medio recuperó hace cuatro meses como "golpe al Estado"), la propuesta de intervenir la autonomía hizo mella. Todavía se habla de ella.
El pasado 19 de mayo, el portavoz del PP en el Parlament, Alejandro Fernández, avisó de que una declaración unilateral de independencia sería "un golpe de estado". La comparación proceso = golpe quedó en extravagancia hasta que la puso en órbita la ministra de Defensa, María Dolores de Cospedal cuatro días después. "En otro país y en otras circunstancias (...) estaríamos hablando de un intento de golpe de estado o de una amenaza de golpe de estado", dijo ella. El mismo día, en Bruselas, el ministro de Cultura y portavoz del gobierno, Méndez de Vigo, se refirió a ella de nuevo en alusión a unos borradores de la ley de Transitoriedad Jurídica de Catalunya, a los que calificó de "verdadero golpe de Estado". Todavía el mismo día, Rajoy, en el Senado, pelín fuera de sí, proclamaba que "eso sólo pasa en las peores dictaduras".
Un presidente del gobierno y dos ministros diciendo lo mismo el mismo día. Cuesta pensar que no había sido planeado. Naturalmente, el unionismo mediático se ha puesto en fila india detrás de este concepto promocionado por el gobierno Rajoy: desde los editoriales de los diversos medios hasta sus nombres más lustrosos, desde Jiménez Losantos en esRadio ("con los golpistas no se dialoga") hasta Xavier Vidal-Folch en El País ("Un golpe ultra contra los catalanes") pasando por José Antonio Zarzalejos en El Confidencial ("Fecha y pregunta para un 'golpe de estado'").
El mensaje es simple, unívoco –y unilateral: si de lo que hablamos es de un golpe de estado, pararlo lo justifica todo, aunque consista en poner urnas para celebrar un referéndum. Los medios internacionales no la más mínima atención a la cosa, pero aquí sí. Ahora mismo, proces = golpe es la única idea común que reúne cabeceras y nombres tan dispares y diversos. Quién lo diría.