Desde Twistanschauung (Premi Documenta 2008), la obra de Víctor García Tur (Barcelona, 1981) se ha definido en buena parte por el juego, ya sea en el ámbito formal o argumental. Una exploración polimórfica y abierta de la literatura que ha supuesto establecer diálogos estimulantes con ciertos corrientes y autores, o sumergirse en (sub)géneros para darles una vuelta inesperada.

Víctor García Tur ha rehusado domesticar la mirada para encontrar ángulos de entrada a la demencia compartida que son los lazos de sangre

Los relatos de El país dels cecs —puro ingenio y riesgo— serían el ejemplo más radical, aunque incluso en el estudio de las relaciones familiares —Els romanents, L’aigua que vols— ha evitado cualquier mirada condescendiente para adentrarse en los pliegues de la locura compartida que representan los vínculos de sangre. Muy probablemente su desdoblamiento como diseñador haya contribuido a una búsqueda por defecto de soluciones imaginativas.

Despertando de una pesadilla

Su último libro, Els claustres (Comanegra), se inscribe en la fecunda tradición de obras tributo al universo de Alfred Hitchcock, donde cabría parte de la filmografía de Brian de Palma, el remake/copia de Psicosis de Gus van Sant o la videoinstalación 24 Hour Psycho de Douglas Gordon, por citar solo una pequeña muestra. No sabemos si García Tur ha visto más de un centenar de veces Vértigo, como fue el caso del desaparecido filósofo Eugenio Trías —lo cual le permitió escribir el sensacional ensayo Vértigo y pasión—, pero sí que la "obsesión" de larga duración por esa misma película, que menciona en una nota al final de la novela, ha cristalizado finalmente en un proyecto que, sin pretender ir más allá de un entretenimiento bien pensado y ejecutado, cumple con los propios objetivos del maestro del suspense cuando declaró: “Dadles placer, el tipo de placer que sienten al despertar de una pesadilla”. Además, se da la circunstancia de que es la segunda vez que el autor invoca la figura del director de Los pájaros, ya que en su novela homónima convertía a estos en una fuente de inquietud (aunque a la inversa, ya que en vez de atacar, morían de forma extraña).

Sin pretender ir más allá de un entretenimiento bien pensado y ejecutado, cumple con los propios objetivos del maestro del suspense

Els claustres, ambientada en el Nueva York de 1966, tiene como protagonista a Muntadas, un joven sin oficio ni beneficio, catalán hijo de exiliados en Francia que huían del franquismo, que tras un episodio vergonzoso ante su pareja y una amiga —qué malas son las drogas— acaba en su bareto de confianza. Allí conoce a una mujer que le ofrece una importante suma de dinero por un encargo peculiar: seducir a la esposa rica de su amante, para así pillarlos in fraganti y forzar un divorcio que ella se niega a conceder. Sin entrar en detalles para no destripar giros y sorpresas, comienza una misión que, como en el clásico de Hitchcock, implicará trauma, obsesión, manipulación y muerte. Por supuesto, uno de los atractivos es identificar préstamos argumentales o guiños más sutiles —la traslación de San Francisco a Nueva York no dificulta la tarea—, ampliables al mundo beautiful people y los escenarios de la época (el baile de máscaras, por ejemplo).

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Els claustres, de Victor García Tur, una lectura de vértigo

Desde el momento en que caminas sobre las huellas de un gigante —o vas subiéndote a su espalda—, el compromiso mínimo consiste en ser fiel a las virtudes que lo hicieron grande. Y aquí el autor cumple desplegando una agilidad narrativa, dosis de intriga y una tensión sostenida que constituyen el mejor homenaje (al que añadiremos una mujer enigmática: ¿víctima o femme fatale?), que nos sumerge en psiques inestables y perturbadoras. Las apariciones marianas (¿reales o imaginarias?) nos dan pie a recomendar de paso la exposición que el MNAC dedica a Zurbarán, donde una serie de artistas actuales también dialogan con el maestro… perdón por el desvío. En otras palabras, el planteamiento atractivo encuentra en todo momento los mecanismos que hacen que la historia funcione, todo fluye, e incluso el final un tanto precipitado es digno de la proverbial impaciencia de Alfred por colocar el The End (aquí, por cierto, también aparece el cartel). No debemos llevarnos la impresión de que hace falta ser un entendido de Vértigo para disfrutar de la novela. En el fondo, Els claustres es una interpretación particular de un tropo tan caro a la literatura policíaca como el de la infatuación de un don nadie por un objeto de deseo que lo desvía de un plan en cuyo corazón quizás bullen intenciones que se le escapan (y si vamos más atrás, a la novela de misterio victoriana sobre maridos que pretenden neutralizar a sus esposas haciéndoles creer que están locas).

El planteamiento atractivo encuentra en todo momento los mecanismos que hacen que la historia funcione, todo fluye, e incluso el final un tanto precipitado es digno de la proverbial impaciencia de Alfred por colocar el The End

En cualquier caso, hemos citado mucho a Hitchcock, pero este es un libro de Víctor García Tur, y lo que lo hace suyo es precisamente apostar por un elemento que era tabú para el cineasta: la digresión. Els claustres incluye dos monólogos completamente ajenos a la línea argumental principal —uno sobre un episodio bélico en el Pacífico Sur y una confesión de un tejano sobre los motivos que le han llevado a invitar a toda la parroquia de un bar a copas— que son minicuentos cautivadores, dignos de una película de Tarantino. Aunque, estando más cerca del marco del noir americano, la referencia más justa sería la conocida como “la parábola de Flitcraft” salida de las páginas de El halcón maltés de Dashiell Hammett. Toques como este, o lo que aporta un secundario impagable como la camarera Cassandra, o la habilidad para introducir la historia y el arte catalán vía The Cloisters, o los motivos de Doug para no orinar (y que muchos podríamos apoyar, ahora que Trump vuelve a las andadas), singularizan una propuesta que va mucho más allá de una relectura de fan.