Sevilla, año 1614. Hace 409 años. Llegaba a la ciudad una embajada del emperador japonés Kotohito para negociar con el rey hispánico Felipe III un tratado de cooperación entre los dos estados. Aquella legación diplomática nipona, llamada Embajada Keicho y liderada por el samurái Hasekura Tsunenaga, haría historia. No por el resultado de aquella negociación, que sería decepcionantemente negativo, sino porque la inmensa mayoría de aquella legación oriental, formada por unas doscientas personas, no siguió el camino de retorno a su país y se estableció, primero, en Sevilla y, poco después, en el pueblo de Coria del Río, a diez kilómetros de la capital andaluza, siguiendo el curso del río Guadalquivir.

Los japoneses en Sevilla y en Coria del Río

Aquella embajada nipona no era fruto de la casualidad. Ni de la excentricidad del emperador Kotohito, el primero del periodo Edo (1603-1867), que, por una parte, restringía la presencia de extranjeros en el país, sin embargo, por la otra, estimulaba el comercio exterior con las potencias europeas. Japón había sido visitado, desde el siglo anterior (siglo XVI), por navegantes portugueses y neerlandeses, y por misioneros católicos procedentes de los países de la monarquía hispánica. El vasconavarro Francisco de Jaso y Azpilicueta, posteriormente canonizado como San Francisco Javier, y el catalán Joan de Santa Marta habían predicado el evangelio con relativo éxito.

Retrato del samurái Hasekura Tsunenaga, cabeza|cabo|jefe de la Embajada Keicho en Co-Ría. Font Miyagi Museum of Art. Sendei (Japón)
Retrato del samurái Hasekura Tsunenaga, jefe de la Embajada Keicho en Coria / Fuente: Museo de Arte de Miyagi, Sendei (Japón)

Por lo tanto, serían las conexiones que la Iglesia católica había creado con Japón las que explicarían el interés nipón en establecer relaciones diplomáticas con la monarquía católica hispánica —que, en aquel momento, todavía ostentaba el liderazgo mundial— y las que justificarían la existencia de aquella embajada. El porqué en Sevilla y no en Madrid —capital política hispánica desde hacía medio siglo (1561)— se explica por el hecho de que la vieja Híspalis era la capital financiera del conglomerado Habsburgo, y era, todavía, uno de los grandes centros financieros del mundo. Era la sede de la Casa de Contratación (el monopolio del comercio hispánico con América) y, también... ¡la sede de la Inquisición hispánica!

No sabemos con precisión las causas que precipitaron el fracaso de aquella iniciativa. Pero sí que observamos la existencia de una serie de hechos en torno a aquellas negociaciones y que podrían haber sido decisivos. Uno de estos sería el encarcelamiento (1615) y la ejecución (1618) del misionero Joan de Santa Marta por orden del propio emperador Kotohito. El poder y la sociedad japoneses, inmersos en un debate apertura-cierre, practicaban un doble juego con resultados imprevisibles. Tanto que, también, probablemente y paradójicamente, el fracaso de aquella embajada llevaría a la mayoría de sus miembros a demorar, eternamente, el retorno al país.

Rotas las negociaciones, los japoneses de Tsunenaga —un colorido grupo formado por samuráis, comerciantes y marineros— abandonaron Sevilla y se establecieron en Coria del Río. Se casaron con mujeres autóctonas y la semilla nipona se esparció por todas las calles y plazas de una ciudad que... ¡oh, sorpresa!, tenía una vieja raíz catalana: había sido fundada en 1265 por Alfonso X de Castilla y León, yerno de Jaime I, con 150 familias originarias del Principat. En la actualidad, más de 700 personas de un total de los 31.000 vecinos de Coria, se apellidan Japón, y miles de habitantes de esta villa son descendientes, en mayor o menor grado, de aquella mítica y exótica Embajada Keicho.

Retrato de un miembro de la Embajada Keicho (1614) en Sevilla Font Sociedad Geográfica Española
Retrato de un miembro de la Embajada Keicho (1614) en Sevilla / Fuente: Sociedad Geográfica Española

 

Los alemanes en La Carolina, La Carlota y La Luisiana

A mediados del siglo XVIII, amplias zonas de Andalucía continuaban despobladas. La conquista castellanoleonesa de los siglos XIII, XIV y XV no había llenado el país, y pasados casi trescientos años de la toma de Granada (la última plaza musulmana en la Península), las comarcas de Sierra Morena y del Desierto de Écija eran inmensos páramos improductivos y refugio de todo tipo de delincuentes. En este punto, aparecen las figuras del vasco Pablo de Olavide y del catalán Antoni de Capmany, que redactan y presentan la readaptación de un proyecto de colonización y explotación, inicialmente pensado para Tierra del Fuego (colonia de Río de la Plata) y que acaba destinado a los grandes páramos andaluces.

Plano de la población de nueva fundación de La Carolina (1775). Font Instituto de Estudios Jienenses
Plano de la población de nueva fundación de La Carolina (1775) / Fuente: Instituto de Estudios Jienenses

 

Era el año 1766, y la terrible crisis que golpeaba las clases humildes centroeuropeas giró la mirada de Madrid hacia aquel mundo alemán. Y también en este punto aparece la figura del negociante y aventurero bávaro Kaspar Thürriegel, comisionado por la corte del rey Carlos III y su ministro Squillace para encontrar a 1.500 familias alemanas dispuestas a poblar y, sobre todo, a poner en rendimiento (¡y tributar!) aquellos extensos páramos. Las únicas condiciones que se les exigía era que tenían que ser de profesión campesina y de confesión católica, con lo cual "el banco de pesca" de Thürringel se acotaría a Baviera, al Tirol, a Austria y a los valles de habla alemana del Trentino veneciano.

Thürringel consiguió su propósito, y en 1769 ya se habían creado los primeros establecimientos colonizadores, que fueron articulados con un fuero fiscal especial llamado "de las Nuevas Poblaciones". En Sierra Morena (en la cabecera del río Guadalquivir), los colonos alemanes fueron emplazados en La Carolina, donde... ¡oh, sorpresa!, se acabarían mezclando con los colonos de habla catalana del mismo pueblo y de Linares (los campesinos originarios de Lleida y de Alacant y los fabricantes textiles originarios de Barcelona y de Reus). Inicialmente, tuvieron ciertas dificultades de adaptación, a causa de la diferencia climática con su país de origen, pero, finalmente, acabarían arraigando.

Balance de la primera colonización de las Nuevas Poblaciones (1769). Font Instituto de Estudios Jienenses
Balance de la primera colonización de Las Nuevas Poblaciones (1769) / Fuente: Instituto de Estudios Jienenses

En Sierra Morena se mezclaron con otros colonos y con la población autóctona y quedaron diluidos. Pero no pasó lo mismo en el Desierto de Écija. Olavide, Capmany y Thürringel fundaron dos pueblos: La Carlota y La Luisiana (topónimos que querían hacer honor a los nombres de los reyes Borbones españoles de la época) que fueron asentamientos exclusivamente alemanes en medio de la campiña andaluza. Y, a pesar de las dificultades iniciales (ataques armados de los latifundistas, diferencia climática) consiguieron arraigar y, en la actualidad, pasados dos siglos, sus sociedades están formadas por andaluces de pies a cabeza, con un físico y una tradición claramente centroeuropeos.