16 de enero de 1716. Hace 301 años. Hacía 15 meses que, en el Principat, se había acabado la Guerra de Sucesión hispánica, que había enfrentado al rey Felipe V de Borbón y al archiduque Carlos de Habsburgo por el trono de Madrid. Castilla y Francia contra la Corona de Aragón, Austria, Inglaterra, los Países Bajos y Portugal. Y que, en sus postrimerías (1713-1714), después del Tratado de Utrecht —la retirada de los aliados internacionales del bando austríaco— y la inmediatamente posterior declaración de resistencia a ultranza —votada por las instituciones catalanas—, había derivado en un conflicto estrictamente entre el Principat de Catalunya, por un lado, y la Alianza de las Dos Coronas, es decir, las monarquías hispánica y francesa, por el otro. La derrota de Catalunya comportaría la demolición de su edificio político. La Generalitat, la Junta de Braços —las Corts— y las corporaciones municipales serían liquidadas por decreto y sustituidas por una nueva estructura de factura castellana.
"Justo derecho de conquista"
Esta última idea es muy importante. Pues, durante siglos, la historiografía española ha defendido la idea, convertida en dogma, de que la Guerra de Sucesión de 1705-1715 era un conflicto que no tenía un carácter territorial. Y se presentaba el caso de Cervera, y de su Universidad, como un ejemplo paradigmático de que en Catalunya había tantos borbónicos como austriacistas. A partir del instante en que todas las instituciones de gobierno catalanas son liquidadas "por justo derecho de conquista" y sustituidas por instituciones de factura castellana, queda patentemente manifiesto que, por lo menos, todas las elites catalanas, es decir, las clases dirigentes del país, eran austriacistas. La cancillería de Felipe V, en ningún caso, se planteó una simple intervención de las instituciones catalanas, como había sucedico después de la derrota catalana en la Revolución de los Segadores (1640-1652). Las arrasó materialmente para arrancar a las elites el instrumento que legitimaba su poder.
La Generalitat y las Corts catalanas
Las instituciones catalanas tenían una larga tradición que se remontaba al año 1000. Aunque la Generalitat fue fundada el año 1359 —casi dos siglos antes de que lo fuera la monarquía hispánica—, su creación respondía a una tradición de gobierno que se remontaba al año 1018 —siete siglos antes de Felipe V—, que había derivado hacia un sistema primitivo de parlamentarismo y que sería pionero en Europa. El año 1714, las instituciones catalanas estaban formadas por la Generalitat, es decir, el gobierno, y por las Corts, que reunían a los tres estamentos representativos de la sociedad de la época. En este punto, hay que aclarar que las Corts no eran un parlamento como lo conocemos hoy. Básicamente, porque el sufragio universal no existía. Pero si que se las podría considerar la versión barroca de un sistema moderno de parlamentarismo: brazo nobiliario, brazo eclesiástico y brazo popular, que se repartían a partes iguales la participación, pero no el poder. La Generalitat era el organismo permanente entre Cort y Cort.
Generalitat, Corts, virrey
También esta última idea es muy importante. Puesto que, también en este caso, la historiografía española se ha empeñado con la idea, convertida también en dogma, de que la Generalitat era un simple organismo de representatividad de las Corts, sin ningún tipo de poder. Que el poder de verdad estaba en manos, exclusivamente, del virrey, que era la representación del rey en el territorio. La tesis española es válida para explicar cómo se articulaba la administración colonial hispánica en América. Pero no lo es para explicar la relación entre el rey y Catalunya. En las Españas, el absolutismo, el sistema político que concentraba todo el poder en la figura del rey, no sería formulado hasta 1701, cuando Felipe V, el primer Borbón hispánico, lo importó de Francia. En Catalunya, durante siglos, el poder fue compartido entre el rey y los estamentos: la ley era negociada por el rey y las Corts y aplicada por la Generalitat.
El modelo castellano y el régimen absolutista
Dicho esto, es fácil entender que la demolición del edificio político catalán, articulada en el Decreto de Nueva Planta, reunía un carácter punitivo —de castigo—, una naturaleza castellanista —de conquista— y una voluntad absolutista —de sistema político. Se ha dicho que Felipe V sentía un odio irracional hacia los catalanes. Es cierto, la documentación coetánea lo pone de relieve. Se ha dicho, también, que tenía una deuda con las oligarquías castellanas por el apoyo que le dieron tanto en el oscuro capítulo del testamento del último Habsburgo, como en el transcurso del conflicto bélico posterior. Es cierto, también, y la documentación coetánea lo manifiesta. Pero la demolición de las instituciones catalanas y, sobre todo, su sustitución por un modelo político y administrativo de factura castellana obedecían, principalmente, a una cuestión política. El modelo castellano, a diferencia del catalán, era básicamente vertical. Acusadamente jerarquizado. Era, en definitiva, una plataforma idónea para la implantación del régimen absolutista.
La Capitanía General y la Real Audiencia
La Nueva Planta borbónica liquidó la Generalitat y las Corts e impuso la Capitanía General, que se convertía en el máximo organismo político y militar, y la Real Audiencia del Principado de Cataluña, máxima instancia judicial. Estos dos organismos estaban subordinados al poder central, es decir, al Consejo de Castilla, que era el equivalente al actual Consejo de Ministros del gobierno central. Puestos a liquidar, también se cargaron la figura del virrey, que era el responsable de vigilar, en nombre del rey, el cumplimiento de los pactos entre la corona y las instituciones. Hay que insistir en que desde la centuria de 1100, la relación entre el rey y las instituciones catalanas era bilateral, pactada, sin intromisiones ni intermediarios. En su lugar se impuso ahora la figura del capitán general, nombrado en dedo por el rey a propuesta del Consejo de Castilla, que concentraría todo el poder (político, militar y judicial) y se convertiría en la máxima autoridad, impuesta, de Catalunya.
El capitán general, el corregidor y el alcalde
También el régimen municipal fue arrasado. Las principales ciudades del país disponían de una carta municipal que consagraba una importante autonomía política. Y se articulaban con un sistema muy similar a las Corts, es decir, con la participación, que no siempre se traducía en poder, de todos los estamentos sociales. La Nueva Planta borbónica liquidó este sistema: el régimen de autonomía muncipal fue fulminado y las corporaciones fueron uniformizadas al modo castellano, a través de la institución del Ayuntamiento y de la figura del alcalde, un personaje de la sociedad local y de la facción borbónica, nombrado a dedo desde el poder. Una monumental purga política que, también, alcanzó a los funcionarios reales: los veguers y los bailes, representantes políticos y judiciales del rey en el territorio, fueron fulminados y en su lugar se impuso la figura del corregidor, un militar castellano subordinado al capitán general, que ejercía las funciones de gobernador de una unidad territorial.
La ruina y la muerte
La suplantación del poder que impuso la Nueva Planta tuvo unas consecuencias que iban más allá de los ámbitos político, militar y judicial. La persecución, el encarcelamiento y la ruina de una buena parte de las elites del país provocó el derrumbe del aparato económico catalán. Catalunya, que antes de 1714 ya había puesto en práctica un sistema económico preindustrial que casi la equiparaba con las economías más desarrolladas del continente, se descapitalizó y perdió sus mercados tradicionales: los Países Bajos, Inglaterra, Nápoles, Sicilia y Cerdeña. A todo ello se añadieron los terribles tributos que las nuevas autoridades impusieron a la población, en buena parte destinados a compensar el gasto que la causa borbónica había hecho en aquel conflicto. El resultado sería que la crisis propia de un paisaje de posguerra se transformaría en un escenario dramático, con episodios de hambre, de enfermedades y de mortalidad disparada, que tardaría décadas en ser revertido.
El genocidio cultural
Y para remachar el clavo se puso en práctica una formidable maniobra de desnacionalización, que enseguida se hizo notar. La lengua catalana fue prohibida en los ámbitos político, judicial y académico. Se desataría una brutal persecución que, posteriormente, afectaría también los ámbitos de los negocios y de la enseñanza. Su propósito era —está perfectamente documentado— reducir el catalán a la esfera de la gente rústica e iletrada y provocar su muerte. Los catalanes que sufrieron los primeros efectos de la Nueva Planta pensaron, equivocadamente, que la situación revertiría con el tiempo. Pero los agravios presentados a Carlos III (1768), medio siglo después de terminar la guerra, acabarían en una papelera del Palacio Real. Y la historia demostraría que aquel decreto no sería nunca del todo revocado. Las constituciones que se han promulgado desde entonces (siglos XIX y XX) siempre se han inspirado en la organización territorial que instauró la Nueva Planta borbónica.