Barcelona, 13 de octubre de 1652. El Dietari de la Generalitat consigna que a primera hora de la mañana se había producido el cambio de dominio de la ciudad. Philippe de la Mothe-Houdancourt, mariscal del ejército francés en Catalunya; cedía el control de la plaza a Joan Josep de Austria, general del ejército hispánico que, durante los meses anteriores, había ocupado la mitad sur del Principat. La Guerra de Separación de Catalunya, iniciada en 1640 y que enfrentaba, por una parte, las instituciones del país y la monarquía francesa; y, por la otra, a la monarquía hispánica; no acabaría hasta 1659; pero con la ocupación hispánica de Barcelona (1652), la cancillería de Madrid impondría un curioso paisaje de dominación, totalmente inédito, que alternaba la estrategia de atracción de las clases dirigentes del país con una férrea política de control sobre las instituciones.
Un poco de memoria
La Guerra de Separación fue la culminación de un largo conflicto político, social y económico (1627-1640) entre la sociedad catalana y el poder central hispánico. El conde-duque de Olivares, ministro plenipotenciario de Felipe IV (1623-1643) había intentado transformar el pacto bilateral que presidía la relación entre Catalunya y el poder central hispánico desde los Reyes Católicos (1494) en un régimen general de fábrica castellana. Olivares, contrariado por la negativa catalana; había desviado el frente de guerra del conflicto de los Treinta Años (1618-1648) a la frontera catalanofrancesa; y había fabricado una crisis de dimensiones colosales con el propósito de enfrentar el pueblo catalán con sus clases dirigentes. Sin embargo, Catalunya se cohesionaría, derrotaría los hispánicos, proclamaría su independencia (1641) y confirmaría la alianza con Francia firmada el año anterior.
¿Cómo fue aquella guerra?
La Guerra de Separación de Catalunya fue una matrioska bélica de un conflicto de más envergadura: la Guerra de los Treinta Años (1618-1648). Y, más concretamente, del conflicto entre las dos superpotencias de la época, que combatían para dirimir el liderazgo europeo: la Guerra hispanofrancesa (1635-1659). Pero eso no quiere decir que la guerra catalana fuera un conflicto menor. Bien al contrario, los hispánicos, con la excusa de recuperar el dominio de Catalunya, y los franceses con el objetivo de consolidar la independencia de un aliado en la península Ibérica; emplearon todas sus energías en aquella guerra. Pero después de diez años de independencia efectiva (1640-1650); la crisis francesa de la Fronda (una rebelión nobiliaria interna) disminuyó el ejército catalanofrancés, y los hispánicos lo aprovecharon para ocupar el Principado (1651-1652).
¿Cómo fue la ocupación de Barcelona?
El profesor Simón i Tarrès, autor —entre otros— de "1640" (Rafael Dalmau Editors); y el historiador Pere Cristòfol, autor de "El fin de la Guerra de los Segadores" (Farell Editors), afirman que las fuerzas que se disputaban la plaza de Barcelona (1652) estaban tan diezmadas que su capacidad para conseguir el objetivo era más que limitada. Eso no desmerece el esfuerzo de los barceloneses, que aguantaron catorce meses de asedio. Pero las anotaciones que se documentan en el Dietario de la Generalitat durante los días inmediatamente posteriores a la ocupación, revelan que el desenlace de aquel episodio fue pactado: "He aprendido que (...) Joan de Austria ve ya fuera al Mariscal de la Motte y que los españoles ocupaban los puestos que (antes) habían ocupado los franceses y los catalanes (...) entró triunfando por el portal de Sant Antoni".
¿Cuál era el gobierno de Catalunya cuando los hispánicos ocupan Barcelona?
Cuando Barcelona es ocupada por los hispánicos (13/10/1652); la Generalitat está gobernada por el tradicional triunvirato de la época foral (1359-1714). Es decir, el president Pau del Rosso (representante del brazo eclesiástico); el diputado Joan Pau de Llosellas (representante del brazo nobiliario o militar) y el diputado Bernat Ferrer (representante de las villas y ciudades del país que son de jurisdicción real desde la Edad Media). Recordamos que, desde el inicio de la existencia de la Generalitat (1359), los brazos estamentales habían resuelto, salomónicamente, que esta institución sería siempre presidida por el representante del brazo eclesiástico. Del Rosso, Llosellas y Ferrer eran asistidos por sus respectivos oyentes (equivalente a secretarios de estado): Jacint Sansa (eclesiástico), Lluís de Valenciano (nobiliario) y Vicenç Ferriol (real). Retengamos el nombre de Valencià.
Quién es quién
La posición del presidente Pau del Rosso estaba fuera de cualquier duda. Al inicio del asedio hispánico sobre Barcelona (agosto, 1651) había proclamado "No tiene que quedar un solo castellano en este Principat, ni les queremos ver ni que se predique su lengua, y es tan grande el aborrecimiento que les hemos cobrado, que antes preferiríamos estar muertos o huir a partes remotas, que verlos". Cuando en pleno asedio (1651-1652) una epidemia de peste devastó la costa catalana (y también el ejército hispánico), del Rosso y Ferriol serían los únicos gobernantes que quedarían en la capital. El resto escapa a Manresa. Aparentemente huyendo de la peste y de los hispánicos para mantener vivo y operativo el gobierno. Pero, en cambio, las cartas que Valencià —desde Manresa— envía a Josep de Margarit, jefe del Ejército de Catalunya, evidencian una profunda división entre aquella clase dirigente catalana.
Un gobierno indigno
Valencià le dice a Margarit que la posición del gobierno refugiado en Manresa es indigna. Ni gobiernan ni lo intentan: "(son) como los muertos de la sepultura". Pero la frase decisiva es: "me ha desconsolado mucho conocer lo natural de nuestro pueblo (en este caso, referido a la clase dirigente refugiada en Manresa) que es menester darle siempre del pesebre, para que no se descontente con una sola falta". Más claro, imposible. Valencià retrata aquel consistorio de poder como un cenáculo de personajes guiados, exclusivamente, por su interés personal. Valencià ve la pasividad y la inacción —incluso la obstrucción a la escasa política posible— de esta clase dirigente refugiada en Manresa, como una estrategia que persigue pasar página y borrar de la memoria su participación personal en la Guerra de Separación.
La estrategia del olvido
Los hechos inmediatamente posteriores revelan que esta estrategia obedecía a algún tipo de pacto con los ocupantes hispánicos. La política de la cancillería de Madrid había variado considerablemente desde la época de Olivares (1623-1643); y, en aquel momento, el rey hispánico Felipe IV perseguía la atracción de estas clases dirigentes que habían protagonizado aquella calculada —y pactada— defección. Pero al mismo tiempo, amenazaba con la criminalización de todos los que no quisieran interpretar un papel de retracción y, sobre todo de olvido, sobre este nuevo e impostado escenario. Dos días antes de la ocupación (11/10/1652), el president Pau del Rosso y el Conseller en Cap (máxima autoridad municipal) Rafel Casamitjana, se tragaban el orgullo, capitulaban la ciudad y prestaban juramento de fidelidad al rey hispánico.
Cambio de discurso y "perdón general"
A partir de la ocupación de Barcelona, el Dietari de la Generalitat consigna varios hechos que revelan una alteración del discurso del poder catalán. Los de Manresa ya están, de nuevo, en Barcelona (16/10/1652) y estos hechos son presentados, a propósito, como una muestra de la normalización entre Catalunya y el edificio político hispánico. Se dice, por ejemplo, que Joan Josep de Austria fue aclamado por el pueblo menudo: "gritando los catalanes, 'viva el rey de España, señor y padre nuestro'
Perdonar a todo el mundo menos a Margarit
Perdonaba a todos los que se habían prestado a aquella representación. Pero la misma carta decía: "su majestad perdonaba a todos, quitando la persona de don Josephe de Margarit (la criminalización de la disidencia en la figura de su líder), el cual no merecia perdón por las muchas insolencias que había hecho, revolviendo todo el Principat y siendo la causa principal de que se hubiese tenido tanto tiempo Barcelona". Margarit, abandonado por todos, se tendría que marchar y se quedaría para siempre en el exilio de Perpinyà. Y, a partir de aquel perdón general —de aquel regalo envenenado— el rey hispánico Felipe IV se reservaría la facultad de elegir a los candidatos a presidir la Generalitat y el Consell de Cent. Las instituciones catalanas se conservaban, pero quedaban monitoradas por el poder central hispánico.
El silencio de la derrota
En junio de 1653 cesaba el president Pau del Rosso. Su sucesor no sería nombrado hasta pasado casi un año, porque la cancillería de Madrid tenía que podar las listas de candidatos (las bolsas de insaculados). En marzo de 1654 sería nombrado presidente el canónigo Francesc Pijoan, un personaje muy próximo a los intereses hispánicos, y el primero de una larga lista con el mismo perfil político. Y en 1659, Felipe IV, que tenía un ademán conciliador en Catalunya y en Madrid alimentaba una cultura punitiva fabricada durante la etapa Olivares; entregaba el Rosellón y la Cerdanya a Francia (violando las Constituciones de Catalunya que él mismo había jurado y que prohibían la alienación de territorio catalán sin la autorización de las Corts catalanas). La Generalitat, totalmente parasitada por la cancillería de Madrid, ni siquiera protestó.