Dicen que cuando alguna cosa te agobia demasiado siempre puedes citar a autores insustituibles para reproducir la descripción perfecta y Federico García Lorca decía que "el más terrible de todos los sentimientos es el sentimiento de tener la esperanza muerta". Creo que no hay mejor manera de destilar el Animal negre tristesa de Julio Manrique, un réquiem al medio ambiente y una oda a la supervivencia humana más primaria, la que se tiene que experimentar antes del último aliento consumido en un escenario lleno de llamas y cenizas, la recreación realista de un incendio forestal en la Sala Beckett - hasta el 6 de marzo - que nace de la idiotez más grande: la negligencia del hombre.
Cuatro hombres, dos mujeres y un bebé se marchan de excursión al bosque. Son urbanitas creativos, peña cool, domingueros que han olvidado a qué huele la tierra y quieren respirar aire puro para olvidar su penosa realidad. Es verano, hace días que no llueve, pero no parece que haya ningún peligro en el episodio: una situación muy de fin de semana, sólo una escapada de pausa inofensiva. Pero ya entrada la noche una chispa empieza a arder y los protagonistas se despiertan solos en medio del infierno. Allí reinician las leyes del individualismo y las ponen en jaque: en poco más de cinco segundos la estampa bucólica se convierte en un Gernika de Picasso que cobra vida, un abismo de mirada universal donde reinan el pánico, la incertidumbre y la desesperación. La escenografía es sobria pero escogida con una ternura terrible que tele transporta al espectador al precipicio más instintivo. Todo eso mientras la danza y los diálogos narrativos se complementan con las voces en off de los dos narradores omniscientes (Màrcia Cisteró y Norbert Martínez) que lo saben todo, e hilan toda la trama para dar ferocidad extra a la catástrofe.
Porque si la destrucción del fuego - que quema en las pantallas - tendría que ser el personaje intangible que hace descender al público a la más absoluta tiniebla, es la fuerza del texto la que consigue un efecto emocionalmente destructor. El público sabe qué piensan y sienten los protagonistas de la historia y se queda igualmente sentado, sin respirar, para contemplar la agonía con la empatía de quien se da cuenta de que no sabría como salir adelante. Hay momentos insoportables de dolor, de pasarlo mal y tener el corazón encogido, como el grito de una madre sin hija o la soledad silenciosa del abandono. Dos horas de un proceso de espejo constante, de debate personal y colectivo, que pone al límite nuestros impulsos. Y el shock sobrevuela la sala porque nadie está preparado para morir, ni para ver marcharse a las personas que ama, ni para aceptar que, en los presuntos últimos momentos de vida, las reacciones son incontrolables.
El shock sobrevuela la sala porque nadie está preparado para morir, ni para ver marcharse a las personas que ama, ni para aceptar que, en los presuntos últimos momentos de vida, las reacciones son incontrolables
Los actores ponen cuerpo y alma a las diferentes desgracias del mismo accidente. Jordi Oriol (Oskar) hace sufrir con el brazo chamuscado, igual que los rizos rubios en llamas de Mia Esteve (Jennifer), su hermana. Joan Amargós (Flynn) está sin estar, pero aquella mirada rebozada de cenizas habla sola. David Vert (Martin) interpreta la negación y la arrogancia de no querer hacer frente al trauma mientras que Ernest Villegas (Paul), literalmente, no lo puede soportar. Y Mima Riera (Miranda) que carga con unos huesos calcinados envueltos en una sudadera azul y hace todavía más salvaje la tragedia.
Con el equilibrio justo entre belleza y tristeza, el texto de la dramaturga alemana Anja Hilling, estrenada el año 2008 en Hamburgo bajo el título original Schawarzes Tier Traurigkeit, hace un retrato innegable de la condición humana para confirmar dos verdades tan incómodas como innegables: que tenemos una gestión nefasta de la pérdida y que somos egoístas por naturaleza. La obra también pone el dedo en la llaga de la emergencia climática y a la responsabilidad de todos para preservar la naturaleza que nos alimenta. La conciencia medio ambiental está presente todo el rato de una forma residual, también en la culpa tardía después del drama, cuando la vida ya ha vuelto a la normalidad post-incendio que ya nunca más será normal.