Nunca imaginó que acabaría siendo un escritor de renombre. Quizá tampoco la ciudad de València esperaba tener en él a su mejor cronista de ficción en lo que llevamos de siglo. Ni muchos menos que este proviniera de la grada de animación más pasional de un campo de fútbol, fermento teóricamente alejado de las letras. Pero así de disfuncional, anómalo e imprevisible es aquí casi todo. Es el nuestro un país perplejo, tal y como previno el sociólogo Josep Vicent Marqués hace ya cincuenta años. Rafa Lahuerta Yúfera (València, 1971) lleva años trabajando en un céntrico local de papelería, y no frente al escritorio de su casa, pero tiene su ciudad en la mollera prácticamente desde que tuvo uso de razón. Y tomaba buena nota de todo.
Nunca imaginó que acabaría siendo un escritor de renombre. Quizá tampoco la ciudad de València esperaba tener en él a su mejor cronista de ficción en lo que llevamos de siglo
Un éxito inesperado
Lahuerta ha vivido ajeno a los cenáculos literarios, inmune a las lisonjas de los premios, alérgico a la notoriedad. Por circunstancias y por deseo propio. Pero ya apenas puede mantener el anonimato del que ha gozado. La culpa la tienen, sobre todo, los más de 22.000 ejemplares vendidos de Noruega (Llibres de la Drassana, 2020), su segunda novela, de la que se despacharon nada menos que 17.000 en su primera edición en valenciano y 5.000 más en su traducción al castellano. El fenómeno de la literatura en valenciano – y valenciana – de los últimos años.
Noruega fue la reivindicación – hecha libro – de una ciudad previa a la gentrificación y la turistificación: esa urbe en la que la colosal estampa calatravesca de la Ciutat de les Arts i les Ciències no era ni siquiera un proyecto
Fue la reivindicación – hecha libro – de una ciudad previa a la gentrificación y la turistificación: esa urbe en la que la colosal estampa calatravesca de la Ciutat de les Arts i les Ciències no era ni siquiera un proyecto. Una urbe repleta de pequeñas tiendas, comercios de cercanía, locales de barrio como la panadería que regentaban sus padres – cuyas riendas tuvo que tomar tras la muerte prematura de su progenitor – en pleno corazón de la antigua ciudad amurallada, entre el barri del Carme y ese barri de Velluters (el chino de toda la vida) en el que reinaba el lumpen más sórdido, común a ciudades portuarias mediterráneas (sería el equivalente valenciano al Raval barcelonés). Lahuerta, el fill del forner, tampoco pensó nunca que fuera especialmente hábil con las manos en la masa. Sí lo es, desde luego, ante el teclado.
Una ciudad que necesita ser (más) escrita
El escritor valenciano es actualidad porque acaba de publicarse La promesa dels divendres (Llibres de la Drassana, 2024), el tercer vértice de esa trilogía (no prevista como tal: su primer capítulo fue La balada del bar Torino, en 2014) que vuelve a otorgar lustre literario a una ciudad que llevaba mucho tiempo necesitada de cierta épica, de relatos literarios que desmientan ese carácter de privilegiado escenario para narrativas ajenas y distantes que generan (macro) economía, pero no hacen más que redundar en su condición sucursalista y meninfot: un mero decorado, como el Museu de les Ciències para las fastuosas películas guiris de ciencia ficción o las grandes explanadas junto a la playa como crisoles en los que el indie pop de postal (facturado en Madrid, Murcia o Barcelona) campa a sus anchas en un ambiente de viaje de fin de curso universitario.
La promesa dels divendres, el tercer vértice de esa trilogía que vuelve a otorgar lustre literario a una ciudad que llevaba mucho tiempo necesitada de cierta épica
Los tres libros de Lahuerta son dignísimos legatarios de las novelas de Manuel Vicent, Ferran Torrent, Blasco Ibáñez, Adolf Beltran o Joan Francesc Mira, pero añaden un punto de angst peculiar a la saga. Una congoja particular. Una aflicción casi somática, que contradice (afortunadamente) los puñeteros tópicos de la tierra de la luz y del amor, de la estereotipada jarana rutera, del rancio Levante feliz. A Rafa Lahuerta le duele València. Con toda la intensidad de quien no puede escapar de sus inconexas tramas urbanas porque forman parte ya de la piel de uno mismo. Y su ciudad nunca es mera tramoya: es tan protagonista – o más – que sus personajes.
Fútbol, cine, literatura, bares
El fútbol como metáfora de la vida, pero también el cine, la literatura e incluso la música, todos presentes en su obra, han sido los asideros con los que el escritor ha tratado de encontrar luz en medio del caos. Una memoria desbordante, prodigiosa (sus cuadernos de notas también deben ayudar), que en La balada del bar Torino (2014) se valió de su condición de socio del Valencia CF para tributar a la memoria de su padre en la novela que él mismo califica de plasmación de su proyección pública. Uno de los mejores libros en castellano nunca ambientados en ámbito balompédico, al que siguió la mayúscula, insondable, celebradísima Noruega (2020), como proyección ficticia de su propia existencia: su protagonista, Albert Sanchis, no era su alter ego, aunque medrase por las mismas calles.
Una ficción que ahora niega por completo en La promesa dels divendres, la más veraz y autobiográfica de las tres, seguramente por eso la más complicada de escribir: la imagen hasta ahora secreta del autor, que tiene mucho de ajuste de cuentas consigo mismo y sus excesos de juventud, los mismos en los que todos hemos incurrido
Una ficción que ahora niega por completo en La promesa dels divendres (2024), la más veraz y autobiográfica de las tres, seguramente por eso la más complicada de escribir: la imagen hasta ahora secreta del autor, que tiene mucho de ajuste de cuentas consigo mismo y sus excesos de juventud, los mismos en los que todos hemos incurrido. El gozo al leer cualquiera de sus tres libros es máximo si eres de València o conoces a fondo la ciudad, esas calles con las que quienes aquí vivimos nos sentimos íntimamente identificados porque las hemos frecuentado, muchas veces con el mismo errático (a veces rabioso, en ocasiones abatido) deambular que se gastaba el joven Lahuerta. Pero es también un placer enorme para quien sea ajeno a esa cartografía emocional porque transmiten pulsiones, verdades e incertezas que son universales.