Vamos a ver, por donde empiezo. Llevo varios días leyendo comentarios y tuits y artículos sobre el lamentable episodio protagonizado por un Francesc de Dalmases intimidando a una periodista. Que la cogió del brazo y todo, que la acorraló en una sala para abroncarla por unas preguntas que no le gustaron. Suena demasiado familiar el suceso. Aún así, ahora se ha puesto a debate que hay personas que regañan a otras por hacer su trabajo, por tener criterio o por salirse de las directrices que uno considera moralmente estipuladas. Todavía más: se ha puesto a debate que hay hombres que regañan a mujeres por cuestionarlos o por hacer lo que les salga del mismísimo papo —es evidente que todo hubiera cambiado si se tratara de un periodista hombre—. A esto se le llama abuso de poder acentuado por una clara brecha sexual y de género. El poner la polla encima de la mesa de toda la vida.
No me molesta que se hable de ello. No me molesta que la gente se entere que los de arriba pisotean a los de abajo y que los abusones de patio siguen dominando el cotarro, en la vida en general y en el periodismo en particular. Lo que me molesta es que ahora se hable de ello porque ha aparecido un caso mediático que permite darle un poco de salseo a este submundo iconoclasta de pacotilla que es Twitter y porque igual interesa. Porque el tío está en primera línea política. Dicen que los gritos se escuchaban hasta en los pasillos y las salas contiguas, pero nadie dijo nada hasta unos días después: o sea, que hubo tiempo para medir si convenía sacarlo a la luz ahora o no. Y lo que más me molesta es que muchos aprovechen esta asquerosidad pública para blanquearse a sí mismos. Para irse de putas rositas.
Yo también he recibido desprecios y vetos por hacer mi trabajo. Yo, y el 99% de mis colegas de oficio. Es absolutamente evidente que eso ha pasado. Y es una mierda, es injusto, pero no es noticia. Siento, me apena en el alma, decir que el titular no es que los periodistas —las periodistas, más aún— nos autocensuremos ni que recibamos llamadas restringiendo nuestros escritos. Porque esto es el pan de cada día y porque, cuando pasa, te ves frente al pelotón de fusilamiento, como Aureliano Buendía, y te ves también aceptando algo que te habías prometido no soportar porque la precariedad te obliga a rebajar tus principios. Y ahí compruebas que la libertad de expresión y de movimiento absoluta solo es para los poderosos, los ricos y los idealistas, y que con el idealismo no se pagan las facturas de la luz —parezco una adulta condenada, qué asco, qué frustración haber dicho esta frase: negaré siempre haberlo hecho—.
Lo que hay que subrayar con cincel es que hay periodistas sospechosamente amables y simpáticos que han contribuido letalmente a vetar un contenido y que después escriben o comparten tuits condenando a Dalmases. ¿Pero me estáis vacilando o qué?
Por desgracia nuestra, tampoco es noticia que hay un sistema nauseabundo que lo mantiene. Un sistema formado por miles de cabecitas pensantes que deciden lo que está bien y lo que está mal, amparados en una escala de valores subjetiva —y que huele a bote de conservas bajo el sol a leguas— y que, por acción u omisión, permiten que las coacciones campen a sus anchas. Pero lo que para mí sí es noticia en esta historia es la contradicción. La falsedad, la hipocresía, las meadas en bocas ajenas. Lo que hay que subrayar con cincel es que hay periodistas sospechosamente amables y simpáticos que han contribuido letalmente a vetar un contenido —he aquí el poder, mi gente— y que después escriben o comparten tuits condenando los actos de Dalmases, tachándolo de inmoral, aplaudiendo que algo tan sucio haya salido a la luz. O periodistas reconocidos que cenan con los colegas mandatarios del cuarto poder pero esta semana se han solidarizado con la causa. ¿Pero me estáis vacilando o qué?
Me suena un poco a esa hipocondría moral de la que hablan Natalia Carrillo y Pau Luque en su ensayo Hipocondría moral (Anagrama). Ellos ponen el acento en cómo algunas personas experimentan un sentimiento de culpa por situaciones totalmente ajenas para intentar enmendar sus posibles consecuencias, y lo aprovechan para redimirse: como se creen culpables de una situación, también se creen con el deber de repararla. No es equiparable al activismo altruista o a la voluntad de cambiar las cosas formando parte del colectivo (una comunidad de vecinos, una asociación que lucha contra el cambio climático); para Carillo y Luque, la hipocondría moral se ve impulsada por el narcisismo negativo de estos individuos, que obvian el entorno y se creen protagonistas, el centro de todo. Como si el mundo no pudiera girar sin ellos. Twitter sobrevive a base de sus egos.
Si se comparte un tuit vacío de contenido solo para parecer que se está intentando solucionar algo, lo único que se acaba consiguiendo es que parezca que se haga algo sin hacer nada
Me temo que algunos de estos personajes pseudomoralistas tienen altas dosis de hipocondría moral porque creen que decir la suya los libera de una culpa que intuyen pero que no confiesan —ni jamás confesarán—. La diferencia es que, en este caso del que hablo —criticar la situación de Dalmases mientras la siguen reproduciendo por acción u omisión—, sí que son culpables. Para sacarle hierro al asunto y eximirse acuden a la sentimentalización de la vida pública, que como decía Joan Didion citando al historiador William R. Taylor, proporciona una supuesta “neutralidad ideológica”. Es decir, como ejemplo: que si se comparte un tuit vacío de contenido solo para parecer que se está intentando solucionar algo, en lugar de tener responsabilidad política, lo único que se acaba consiguiendo es que parezca que se haga algo sin hacer nada. En pocas palabras: mucho ruido y pocas nueces. Y cuando quien reproduce esta sentimentalización que criticaba Didion son las personas que tienen la sartén por el mango, ya os digo yo que su intención jamás está libre de pecado.