Jordi Oriol vuelve a Shakespeare, que ya fue fuente de inspiración para su Trilogia del lament: La caiguda d’Amlet, L’empestat y La mala dicció partían de Hamlet, La tormenta y Macbeth, respectivamente. La tragedia El Rey Lear, que ya estaba en la base de Rei Liró –pieza de teatro radiofónico infantil que Oriol escribió en tiempo de confinamiento–, funciona como hipotexto de Reiterat rei tarat, una obra lúdica, poética y alucinada donde está Cordelia, la hija pequeña del monarca –y, aquí, paradigma del adolescente–, quién da su punto de vista. En el espectáculo, que dirige Nao Albet en el Teatre Lliure –hasta el 4 de enero–, también hay alusiones a otras obras del bardo inglés –a la famosa disyuntiva hamletiana y a una no menos célebre réplica de Ricard III, aquí reformulada como "mi chaveta por un caballo"–. Un intempestivo "merdra" hace concurrir el muy tarado Ubu rey de Alfred Jarry en el cruce de referencias teatrales.
La actriz Lua Amat nos recibe con un vestido azul sobre miriñaque –el borde blanco y el interior encarnado completan la bandera tricolor del país donde acabó reinando la Cordelia de Shakespeare- y un lenguaje corporal altamente sugestivo, magnético. Más adelante, cuando se quite la falda –que tanto puede servir de mecanismo propulsor como de provisional mirador o tienda donde abrigarse–, la veremos con rodilleras y un calcetín: un medio yo (por el juego de palabras con el catalán mitjó). Al hacer la translación escénica del "res, no res" con que empieza la intervención del personaje, Albet ha partido de un espacio vacío que estará ocupado solo por dos cuerpos humanos –Amat y Oriol–, algunos lumínicos, un carro y unos cuantos micrófonos. En la concepción y materialización del montaje resulta primordial la conjunción de talentos creadores: Sílvia Delagneau –espacio escénico y vestuario–, David Bofarull –iluminación– y Carles Pedragosa –espacio sonoro. Es de justicia mencionar también el precioso, artesanal fanzín creado por Olivia Basora y Ainoa Galí.
La dirección de Nao Albet otorga una decisiva importancia a la composición gestual y al engranaje lumínico-sonoro
La palabra es poder, como lo son el dinero o un arma cargada: la actriz nos apunta con los dedos, temblona, para finalmente ponérselos en la boca con un gesto de desesperada fragilidad. La Cordelia de Shakespeare fue castigada por decir la verdad por su estima –palabra clave, pero difícil de desentrañar– por su padre; la Cordelia de este montaje afirma que solo quiso ser sincera, en un mundo donde se abusa de la apariencia y la mentira. La verdad es un sol que ciega –dice–, una mancha suspendida, una lámpara en medio de la oscuridad. Pero ahora que tiene el(los) micrófono(s) al alcance, delirando a conciencia, especula que especularás, se subleva contra el padre, el patriarcado, el autor y la autoridad.
Cordelia apalabra el abismo de la adolescencia
Cordelia sabe, sin embargo, que, por muy sincera que sea, se ha hecho a la medida de lo que los otros proyectaban: el "suplicio de hacerse mayor" equivale a convertirse en una mentirosa por decreto. Se mueve teledirigida por una voluntad ajena, mientras dice que ha aprendido a ser discreta. Toda ella está como electrocutada cuando habla de "la letra pequeña de las normas y las leyes no escritas", del maldito scroll y del hecho que la generación de los padres –aquella del "siempre más en pro del progreso"– ha llevado el mundo al colapso. Se toca la cara, como si no se reconociera delante del espejo, e imagina la escena de su propio entierro. Ofuscada y todo, la palabra puede salvarnos.
En un buen bucle nos han metido, si en uno nada todo recomienza
El tráfico convulso de la adolescencia hace de espejo a la locura de un rey que se ha caído de la cima del poder –la autoridad, la opulencia– a la más absoluta indigencia: un monarca que alterna la corona con el sombrero de bufón y ya no sabe distinguir entre realidad y espejismo –verdad y mentira, vida y teatro. Jordi Oriol, cubierto por una manta y con el color azul como antifaz, es el "rey tarado" y mendigo –como Lear al final de su tragedia– que interrumpe con sofisticados improperios la performance existencial de la chica, mientras avanza con un carro lleno de cables y micrófonos. Ella –una Cordelia que juega a ser el bufón de la corte– lo guiará al límite del abismo. El padre llama a los caballos por los nombres de las otras dos hijas –recordemos que, en la obra de Shakespeare, Lear calificó a Regan y Goneril de centauros, por su desenfreno próximo a la bestialidad.
El lenguaje tematizado
El lenguaje que deforma-recrea el mundo es la obsesión del poderoso; también la del poeta. La gramática nos coloniza, pero el rey desbaratado de Oriol, lo coge y la pervierte con aquella alegría: "Ya me hubiera pluscuamperfecto de subjuntivo". Su locura es fértil y abjura –como lo hacía también el personaje adolescente– de las palabras "envasadas en formol". Perdidos los atributos, el hablar es lo único que le queda, ni que sea un hablar de tarado, pródigo en equívocos, homofonías en virtud de la neutra –o por amor en la neutra, que diría Berta Giraut-, calemburas y dudosas "e(s)timologies" –como la que estima que estimar viene de timo–. Los micrófonos colgantes del final, con una lucecita cada uno, serán accionados por el poder mágico de las palabras hechas número: "cinc-cerament", "sis-temàticament".
La dirección de Nao Albet otorga una importancia decisiva a la composición gestual y al engranaje lumínico-sonoro. En este juego metateatral de ddesafueros lingüísticos y dos peripecias –planos, registros– con poca intersección, Lua Amat hace fluir el texto con naturalidad y un ludismo encantador, mientras que el autor-actor pone todo el acento en la dicción, para pasar sin transición del balbuceo a la retórica. Los dos intérpretes están muy bien armonizados en el delirio verbal y la rapiñada; resulta álgido el momento de la bajada, y no tanto los prolegómenos. Pero en en un santiamén todo recomienza. En un buen bucle nos ha metido, este Jordi Oriol.