Cada año, cuando llegan, me sorprenden porque no me los espero. Porque no los he previsto y me desconciertan con su ruptura de la verosimilitud indumentaria. Hablo de los grupos de gente con caras pintadas y pelucas, los niños con pijama yendo hacia la escuela; un zapato de cada o unas alas de hada que ya se han empezado a deshilachar. Soy de aquel tipo de gente que vive al día, con la alegría inesperada de un jueves en que alguien del trabajo recuerda que el lunes es festivo (una alegría acompañada, no lo negaremos, de un cierto remordimiento por no haber anticipado el fin de semana largo). Estos días de permisividad y desenfreno previos al recogimiento de Cuaresma han tenido en mí manifestaciones diversas a lo largo de los años hasta llegar al punto de haberlos prácticamente olvidado. De pequeña, Carnaval era un desfile por el pueblo una tarde del viernes, bien cogida de la mano del niño que me tocaba de pareja y vestidos a base de cartulinas y, sobre todo, bolsas de basura. Nadie como las maestras de la escuela ha sabido llevar tan al límite los diseños a base de unos plásticos que nos podían cubrir casi enteros. Aquellos primeros años de la década de los 90, el Carnaval de la escuela era un acontecimiento profundamente democrático: cartulina y bolsa de basura para todos, mismo diseño, mismo color. Incluso ellas se vestían como nosotros. Ya había, después (y todavía es así), la fiesta en la que cada niño escoge su disfraz, comprado o manufacturado, disfraces indescifrables, disfraces de bebés tapados en los cochecitos y llantos que hacen escurrir el maquillaje facial. Disfraces que explican qué gusta a los niños o cómo son los padres que los visten. Y eso cada año, puntualmente, que la infancia de los niños es larga.

Las máscaras

La adolescencia inició todo otro paradigma. Vital y carnavalesco. La democratización se resquebrajaba porque la individualidad había hecho una aparición estelar en nuestras vidas. Con las amigas bailamos incansables detrás de una carroza, con el top un dedo más corto, la falda un poco arremangada. Los desfiles con concurso de carrozas son un mundo aparte. No sé si todos habéis visto alguno. Yo los evito como si fueran la peste bubónica. Pero entonces no, entonces lo eran todo: bailar y que te miren. Bailar durante kilómetros, qué no sabéis cómo de largas son si las tienes que hacer enteras. Si ahora me viera, me costaría no ser condescendiente o no ser dura conmigo misma. Ahora me diría: "¿Qué necesitas? ¿Qué quieres explicar?". Y yo misma me contestaría, insolente: "¡Pasármelo bien!". Mi interés por el Carnaval desapareció con el inicio de la edad adulta y, quizás, del aburrimiento. Ya tengo bastante a menudo la sensación de ridículo como para sumar un vestuario esperpéntico. Quizás lo podría hacer si no existiera el momento complicado del trayecto, de casa hasta la fiesta: del mundo de los no-disfrazados (bajar la escalera de casa, la calle, el metro) hasta encontrar aquellos que son como tú. También hay carnaval para los tímidos que solo se ponen un sombrero o los que llevan la chaqueta encima y no sabes si van disfrazados o no. Las calles acogen todos los niveles de entrega carnavalesca. Los disfraces explican el ingenio, el humor, el atrevimiento. "¿De qué vais? De salvaslip, de factura, del Juego del calamar". Original, reivindicativa o de absoluta actualidad. Y pienso, ahora, después de este repaso de mi relación con las máscaras, qué explicaban los disfraces de princesa que quería cada año cuando era una niña y que a veces se me vetaban. O todos mis outfits adolescentes: mis chaquetas del Jbp, los pantalones dos tallas grandes (que a veces también se me vetaban), la camiseta con la estrella roja. Y antes, poco antes (que eso también pasa cuando eres adolescente, que cambias la definición de ti mismo como quien cambia de calcetines): los pantalones blancos, la licra, el eyeliner grueso. En la universidad, abrigos en forma de americana gris, como de intelectual de izquierdas (¿quién no lo era, en la facultad de filosofía y letras?). Ahora me visto de profesora de catalán (de inglés no, aquello es terreno Desigual). De escritora, a veces. Las Martens, la riñonera de bolso. Ya no hablo de las camisetas Adidas que explican una manera de pensar, que son una identidad, casi. También una chaqueta grande de segunda mano (un punto vintage, un punto moderno, un punto "compramos de manera sostenible"). También podría ser muy dura conmigo misma porque de lejos somos un poco como el Carnaval de la escuela, todos muy iguales. O podría decir que, ya que siempre vamos disfrazados, quizás el día que realmente somos más nosotros mismos es el que salimos vestidos de factura o de salvaslip.