En una fotografía se ven un montón de cuerpos esqueléticos, solo hueso y piel, desnudos, todos ellos muertos. La mueca de dolor es tan indescifrable como la delgadez de sus piernas. En otra la fotografía, el prisma se aleja. Se ve la puerta de un tren de la muerte y dos soldados intentando retener esos cuerpos en descomposición, para que no caigan del interior del vagón. Lee Miller nunca superó tomar esas imágenes. Vivió ahogada en el alcohol, la depresión y el síndrome del estrés postraumático, y jamás volvió a hablar de la guerra. Su hijo Anthony no sabía que su madre había sido una de las fotoperiodistas que mejor mostraron el horror del Holocausto, y no fue hasta su muerte que encontró las cajas de fotos criando malvas en la buhardilla. Entonces entendió por qué su madre siempre le había parecido una mujer triste y enfadada.
Muchas de esas fotos pueden verse en Lee Miller: Crónicas de guerra, una exposición de 124 imágenes —en Fotonostrum hasta el 20 de marzo— que repasa la etapa de Miller como fotógrafa y fotoperiodista tras ser una de las modelos más cotizadas de su época. Lo cierto es que su gran historia empezó con un accidente que quedó en anécdota. Mientras caminaba por Manhattan, un peatón desconocido evitó que un coche la atropellara: era Condé Montrose Nast, fundador de la revista Vogue. La joven de 19 años, de pelo corto y ojos azules, fue un soplo de aire fresco en un momento en que la publicación pedía a gritos una nueva modernidad. Así es como Miller empezó a hacer de modelo para la revista, donde fue portada en 1927 en una acuarela de George Lepape. Después de eso, firmas como Chanel apostaron por ella, hasta que una foto suya acabó en un anuncio de compresas, siendo la primera vez que una mujer real aparecía haciendo publicidad de un producto de higiene íntima. No la llamaron más.
Cuando llegó a París conoció a Man Ray, el artista visual norte americano, precursor del dadaísmo y el surrealismo. Se convirtió en su obsesión, su amante, su musa y, sobre todo, en la aprendiz que supo hacerse un sitio como artista y fotógrafa. De ella es la frase "prefiero hacer una foto que ser una de ellas". Paralelamente, otros artistas picaban a su puerta: Pablo Picasso la pintó seis veces y Jean Cocteau la incluyó en la película La sangre de un poeta. Pero ella, cansada de la constante batalla de egos del círculo masculino, volvió a Estados Unidos y montó su propio estudio de fotografía, donde retrató, por ejemplo, a Charles Chaplin. Unos retratos que, seguramente, también le recordaban las fotos que su padre le hacía con siete años como parte de un proceso de terapia porque un amigo de la familia había abusado sexualmente de ella.
Lee Miller cubrió el desembarco de Normandía y el Blitz, documentó el uso de napalm por primera vez en Europa y fotografió la inhumanidad del Holocausto
Fue en 1942 cuando se convirtió en corresponsal de guerra para la edición británica de Vogue. Con David E. Sherman, periodista de Life, se incrustaron en el ejército estadounidense y tuvieron acceso exclusivo a un material que la catapultó como una gran fotoperiodista. "No seré la primera periodista en París, pero sí la primera fotógrafa", decía. Cubrió el desembarco de Normandía y el Blitz, documentó el uso de napalm por primera vez en Europa y fotografió la inhumanidad del Holocausto. Son fotografías que solidifican la maldad en las retinas y ratifican la absoluta incomprensión de lo que sucedió. No hay filtro en su mirada ni se esconde la monstruosidad de la que fue testigo: sus fotos enseñan como nadie los rostros de la muerte, las miradas perdidas, la enfermedad y el hambre, también los cuerpos sin vida de aquellos fieles al régimen que decidieron matar a sus hijos y suicidarse.
La foto de Lee Miller en la bañera de Adolf Hitler también reposa en esas paredes. Llegó a su apartamento junto a Sherman después de presenciar la barbaridad del campo de concentración de Dachau, un día después de su liberación por parte de las tropas americanas. En ese lugar habían quemado a más de 32.000 personas. Cuando los dos subieron al piso, la fotoperiodista no pudo contenerse. Se limpió las botas llenas de barro en la alfombrilla impoluta del dictador, recreó un bodegón con la foto de Hitler a su lado, se desnudó y se metió en la bañera. Y su compañero la fotografió para la posteridad en una suerte de justicia poética: Hitler y su esposa, Eva Braun, se habían suicidado en su búnker solo unas horas antes.
Al volver a casa, no pudo soportar todo lo vivido y, sobre todo, todo lo que había visto. El mundo tampoco estaba preparado para ese horror y la mayoría de sus imágenes jamás vieron la luz; muchos periódicos de la época creyeron que ilustrar el mal con aquellas imágenes heriría demasiadas sensibilidades y que era mejor no hacer leña del árbol caído. Para Lee Miller, era un ataque a la memoria de todos aquellos perecidos, una condena a que siempre permanecieran en el olvido de las sociedades venideras. Tras casarse con el artista Roland Penrose, tuvo a su hijo y aparcó la fotografía. Se formó como cocinera —su nieta llegó a publicar un libro con sus recetas en 2017— y vivió el resto de sus días consumida y triste, metida en sí misma.
Se limpió las botas llenas de barro en la alfombrilla impoluta del dictador, recreó un bodegón con la foto de Hitler a su lado, se desnudó y se metió en la bañera
La exposición ha llegado a Barcelona en paralelo al estreno de Lee, el biopic que pretende arrojar luz a una figura más desconocida que popular entre la cultura mainstream. Producida e interpretada por una fabulosa Kate Winslet, la actriz ha confesado obsesionarse con esta mujer fuerte y adelantada a su época, y se mimetizó con ella todo lo que pudo para llevar el proyecto hasta el final. La película está basada en la biografía The Lives of Lee Miller, escrita por su hijo, quien se ha proclamado fiel divulgador de la historia de su madre y que también inauguró esta exposición en Barcelona. Lee Miller murió en 1977 con 70 años por culpa de un cáncer y con ella se llevó las historias que, gracias a sus fotos, podrán pervivir para siempre.