A nadie le enseñan a superar la pérdida de un ser querido: nuestra sociedad concibe la muerte como un tabú condenatorio que debemos prevenir y temer, una pesadilla que cuando aparece manda a los vivos al precipicio. Por eso Joan Didion escribió un ensayo sobre el dueloEl año del pensamiento mágico— cuando su marido murió imprevisiblemente de un ataque al corazón, y otro —Noches azules—cuando poco después fallecía la hija de ambos. Por eso Eric Clapton le dedicó Tears in heaven a su hijo muerto y por eso también se han hecho varias películas que tienen la gestión del duelo como pilar central —Tan fuerte, tan cerca cuando se pierde a un padre, Posdata: te quiero cuando se dice el adiós definitivo al amor de tu vida—; porque necesitamos encontrarle un sentido a lo que se va para poder pisar el suelo de lo que se viene.

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Ahora llega Llàtzer Garcia con Al final, les visions en la Sala Beckett, una propuesta del Festival Grec 2022 que va más allá del dolor para indagar en la culpa, en el subterráneo emocional que es seguir viviendo a regañadientes y en los peligros de obsesionarse con la proyección de una vida que podía haber sido pero que ya nunca más va a suceder. La ambientación ocurre cerca de Girona, en un lugar algo inhóspito comandado por dos casas vecinas casi idénticas. En una de ellas se acaban de instalar Sara y Adri, una pareja joven e ilusionada, y en la otra vive Álex, personaje dedicado en cuerpo y alma a la reconstrucción del edificio. Se llevan bien, comparten una cena y abren la caja de los recuerdos, una caja de Pandora personal que no tardará en explotar. Esa misma noche, Sara descubre a Álex semidesnudo observando su casa, una constante que se va a ir repitiendo noche tras noche, en paralelo a la relación amistosa —casi obsesiva, incluso, de efecto imán— que la pareja va a ir entablando con su extraño vecino. Y a partir de ahí, la debacle.

Al final les visions - kiku piñol
Foto: Kiku Piñol

En la caja de Pandora de Álex habitan personajes que van apareciendo en escena como en un baile entre vivos y muertos, una danza interminable en la que se entremezclan la realidad, la memoria y las visiones, como en un sueño. El argumento sacude los cimientos de la normatividad y de los límites, de las convenciones morales y sociales que coletean alrededor de la salud mental y sus hilillos, y lo hace con una profundidad psicológica asfixiante que angustia hasta que se apagan las luces. Y hablando de luces: qué belleza inconmensurable el trabajo meticuloso y pulido de Ganecha Gil en iluminación, ideando unos focos que cobran vida y hablan por sí solos, y que muestran el claroscuro de la idiosincrasia sin filtro de cada rostro.

¿Por qué el miedo es una constante en las historias que entremezclan pasado y futuro? ¿Qué hay de romántico en no superar lo que nos duele?

De repente, el trío formado por los vecinos se ve interrumpido por Marcus, un fantasma de antaño —¿imaginación o realidad?— que pondrá la primera piedra para que el puzzle empiece a caminar solo. Podrían ser perfectamente los personajes traumatizados de Carlos Zanón en su Love Song, sujetos impávidos al paso del tiempo que, por inercia y decisión impostada, se resisten a superar el avance de las agujas del reloj. Y la música como telón de fondo, el rock como droga dura para olvidar: una casuística que se repite condenadamente en la obra de Garcia, resultado de su residencia autoral en la Beckett. ¿Por qué el miedo es una constante en las historias que entremezclan pasado y futuro? ¿Qué hay de romántico en no superar lo que nos duele? ¿Por qué el ser humano sigue tropezando con la misma piedra aunque la especie humana ya haya superado muchas montañas rocosas antes?

La obra se puede ver hasta el 31 de julio y se debe mantener en la memoria mucho más. Es espectacular lo que hace Joan Carreras. Su talento descomunal es una barbaridad en cada registro y es un placer brutal tener el privilegio de vivirlo en cuerpo y alma; todavía ahora sollozo recordando sus ojos llenos de sufrimiento mirando al público y viendo el vacío. Le acompañan tres nombres propios que no se quedan cortos. Xavi Sáez lo borda con una intensidad maravillosa y sin fisuras que salta de la prudencia a la ira en medio segundo. Y Laia Manzanares y Joan Marmaneu van cambiando sus voces con inocencia y sobresaliente para explicar una historia trágica de presente y pasado. Lo que empieza como una situación anecdótica y de oda a la nostalgia acaba siendo una foto panorámica conquistada por la pena y la culpa, hasta que todo desemboca en una cúspide premonitoria que funciona a la perfección. Un drama que habla del amor, del amor obsesivo y su falta de escrúpulos, de los peligros del amor contra viento y marea: una tragedia que retrata con lucidez y locura ese amor susceptible de convertir el corazón en cenizas y la casa en un ataúd.