"Mi vida durante estos años te la iré dando a trozos en varias cartas. He hecho blusas de confección a nueve francos y he pasado mucha hambre. He conocido gente muy interesante y el abrigo que llevo es herencia de una rusa judía que se suicidó con veronal. En Limoges se me quedaron un ovario pero lo que no dejaré en Francia será ni mi energia ni mi juventud, hasta cincuenta años pienso conserva un cierto genre frégate. Todavía daré mucho juego: no con cartas. Y, sobre todo, quiero escribir, necesito escribir: nada me ha hecho tanto de placer, desde que estoy en el mundo, como un libro mío recién editado y con olor de tinta fresca". De esta manera resumía la escritora Mercè Rodoreda su experiencia durante la II Guerra Mundial en una carta a su amiga Anna Murià. Una de las 23 cartas que forman Cartes a l'Anna Murià (1939-1956), publicado por primera vez el año 1985, y que Club Editor acaba de recuperar incorporando a los documentos originales publicados por La Sal Editors (una veintena de cartas de Rodoreda entre 1940 y 1956, cuando se interrumpió la comunicación y, presumiblemente la amistad), tres cartas –o borradores– de Anna Muria, único testimonio en esta dirección.

Editadas por Blanca Llum Vidal y Maria Bohigas, el volumen se enriquece con una conversación de Isabel Segura y Mari Chordà con Murià en torno a su relación con la autora de La plaça del Diamant, y un texto de Margarida Puig, la nuera de Rodoreda, que perfila la escritora a través del recuerdo de una suegra lejana pero determinante en la vida de su marido. Una relación madre-hijo marcada por una maternidad no deseada, la separación del marido y tío y el alejamiento forzado por el exilio, que provocaron a Jordi Gurguí Rodoreda, una idealización de la figura ausente que, a la larga, derivaría en disputas de herencia –en eso la familia de la escritora era tan parecida en cualquier otra– y a una ruptura que afectó gravemente a su salud mental ya deteriorada.

Mercè Rodoreda/ Oriol Vañó

Amor y guerra a través de una relación epistolar

Rodoreda y Murià se habían conocido trabajando a la Institución de las Letras Catalanas, creada durante la Guerra Civil bajo la presidencia de Josep Pous i Pagès y el impulso de Francesc Trabal. Habían afianzado su amistad camino del exilio, en aquel éxodo a bordo del Bibliobús que había llevado libros al frente y que los convertiría en refugiados en Francia. Allí, gracias a las redes de solidaridad con los expatriados, como los del PEN Club, y los buenos oficios de Trabal los escritores catalanes –Joan Oliver, Sebastià Gasch, Domènec Guansé, Pere Calders, Cèsar August Jordana...– encontraron refugio en el castillo de Roissy-en-Brie, donde Rodoreda y Murià compartieron habitación y confidencias. Allí, como explicaba Murià, se habían abierto la una en la otra y habían tejido una complicidad que sobreviviría a la tremenda escisión que se produciría en el exilio catalán a raíz de la relación sentimental entre Rodoreda y Armand Obiols.

No podemos olvidar que en muchos casos las relaciones de amistad entre los miembros de la intelligentsia catalana se reafirmaban en la creación de vínculos familiares, y en el caso que ocupa, Obiols estava casado con Montserrat, hermana de Francesc Trabal. Un Trabal que, para acabar de añadir una ligera dosis de melodrama y promiscuidad al asunto, había mantenido su propia relación extramatrimonial con la escritora de Sant Gervasi aprovechando un viaje a Praga como delegados del PEN Club. Los lectores sabrán encontrar una deliciosa venganza. Literària, òbviament.

Una fidelidad entre mujeres que se mantuvo cuando Murià y Agustí Bartra se marchen inicialmente a la República Dominicana y la pareja Obiols-Rodoreda –que muestra un racismo indisimulado hacia los negros de un país que el dictador Trujillo quería blanquear a base de aceptar refugiados blancos y que Murià trata de describir positivamente en una de las cartas inéditas– se queden en Francia, y sólo se interrumpirán durante el ocupación alemana. Unas cartas entre ambas escritoras donde, a pesar de todo, se hace todo aquello que cualquiera de nosotros hacemos con nuestros mejores amigos por whatsapp o por mail: Se pregunta por los ausentes, se despotrica de los amigos y conocidos, se curiosea sobre relaciones, matrimonios, separaciones y adulterios, se comparten proyectos y ilusiones...

Pero además Rodoreda, que confiesa su aversión a escribir cartas, describe de una manera extraordinaria la descomposición de Francia y la huida salve que pueda provocada por la entrada de los alemanes. "Los caballos con los ojos comidos de moscas abovedados de un charco de sangre" y la vieja muerta en una silla con las manos sobre el regazo a quien nadie osa acercarse tienen el tono de las mejores páginas de la escritora. Una mujer que ha vivido y vive la pobreza, pero que tiene unas enormes ganas de escribir cuentos y argumentos de novela que detalla a su corresponsal, y que, al mismo tiempo, vive una relación tempestuosa con un hombre, Armand Obiols-Joan Prat, a quién nunca estaremos seguros de conocer del todo. "Yo no tengo una rival, Anna, el que verdaderamente tengo es un enemigo. Y el enemigo es el hombre que amo", le confiesa Rodoreda a la amiga lejana, sobre las vacilaciones de un compañero-mentor que la hace sufrir un montón.

En este sentido lo que en otros casos serían confidencias íntimas ocurren revelaciones sobre la vida de una autora tan canónica como todavía hoy cargada de misterio. O misterios. Volver a leer estas cartas a la luz de lo que han ido trazando las diversas investigaciones biográficas y reediciones y estudios de sus textos –y uno no puede dejar de pensar todavía en lo postfacio de Arnau Pons en la última edición de La mort i la primavera– ayuda si no a despejarlos, cuando menos a poner una pizca más de complejidad y alejarnos tanto de tópicos como de hagiógrafos.

 

Foto de portada: Grupo de exiliados en Villa Rosset, Roissy-en-Brie. De izquierda a derecha: Magí Murià, Armand Obiols, Mercè Rodoreda, Jordi Murià, Amàlia Casals, Agustí Bartra, Anna Murià y Anna Romaní [Archivo de la Fundación Mercè Rodoreda]