Era arriesgado mezclar el delirio de Björk con la autenticidad técnica de Rosalía y difícil que una canción entonada por ambas fuera algo más que una amalgama de sonoridades estridentes sin armonía, ni sentido, ni nada. En realidad, ha sido como juntar el agua con aceite en un jarrón transparente y, aun sin terminar de fusionarse, conseguir que el resultado no desentone en una estantería de Ikea. Pero no ha sido la bomba iconoclasta que algunos imaginaban al fundir a dos artistas tan extremadamente genuinas y potentes, porque una de ellas ha liderado el cotarro en estilo y tempo siendo creadora del tema, haciendo imperar su marca en la casi totalidad de una melodía que recuerda a los musicales de Hollywood modernizados, y la otra se ha conformado con ser fiel acompañante de la maestra, en segundo plano, como una simple niña chica agradecida por la oportunidad.
Hay que entender que Oral es un tema que la islandesa compuso hace más de dos décadas y que guardó en un cajón por ser demasiado pop. Con mezclas de dance hall y algún ritmo que puede recordar a los inicios sutiles del reggaetón, pensó en Rosalía para darle salida y apostar por una causa benéfica: todo lo recaudado irá para luchar contra las piscifactorías que tratan la cría del salmón de forma industrial en los fiordos de la Islandia oriental. Y la escucha se comprende mucho más teniendo clara esta radiografía, porque permite analizar la obra como la acción de marketing que es, más que como la obra de arte que podría haber llegado a ser si ambas hubieran volcado sus universos particulares desde cero.
Rosalía no ha brillado en la canción porque no ha sido Rosalía. Ni rastro de su deje vocal, de sus gorgoritos y sus giros tonales, tampoco de su arte en mayúsculas, como si su luz hubiera sido eclipsada por la estrella polar islandesa. Su papel en esta historia es casi el de mera espectadora, aunque incluso en esa tesitura borda lo mandado: está cumplidora, obviamente no desafina, y como siempre acaba rozando la finura y la perfección. Pero no hay rastro de la Rosalía que nos pone los pelos de punta en G3 N15 o la que reinterpreta su propio registro en De aquí no sales, ni de la que es capaz de versionar un tema como el de Se nos rompió el amor y salir más coreada que su dueña. Su huella efímera se estampa solo en un sutil “yo quiero besarle” que no es suficiente para paliar las ganas voraces que tenemos de su arte.
Rosalía no ha brillado en la canción porque no ha sido Rosalía
Tampoco es que sea por el idioma, porque su I see a darkness coreada en el álbum Los ángeles contenía todos los ingredientes de la catalana en un inglés desgarrado, pero la estrella de Rosalía está ya demasiado atada al imaginario patrio como para desvincularla de cuajo y de repente. Esa apariencia comedida choca con la presencia de la islandesa, que performa su voz poniéndole 25 años menos gracias a la Inteligencia Artificial en una simbiosis con la edad actual de la de Sant Esteve Sesrovires, y que parece evocar el más allá con una dulzura acentuada. Oral transmite esa paz solo disponible en capítulos de ciencia ficción, y apretar el play es transportarse automáticamente a una secuencia de tonalidades pastel. Imaginas nubes de azúcar, un campo verde arrasado por la luz del atardecer o un travelling en el que un par de chicas empoderadas se dan cuenta que pueden aspirar a mucho más. Porque ciertamente podrían haberlo hecho.