Para bien o para mal, Ryan Adams es fuente de noticias. Lo viene siendo desde que, hace un cuarto de siglo, diera un golpe en la mesa con su disco de debut. Desde entonces no ha dejado de generar titulares, ya sea por lo meramente musical o por asuntos turbios de otra índole. Ya saben, con aquella disyuntiva acerca de: ¿separamos al personaje de su obra? En ese sentido, allá cada cual, puedes decidir entre una u otra cosa: ambas son legítimas. Y es que, en cuanto se anunciaron esta y la fecha en Madrid, la expectación fue máxima. Las entradas volaron en nada. Hasta hubo quienes se apresuraron a apuntarse a la pre-venta con la sensación de que tener un ticket para este concierto tenía un aura especial y un carácter muy exclusivo. Aunque Ryan no sea un tipo de fiar sobre el escenario (tampoco lo parece fuera de él), con él tiras una moneda al aire y puede salir cara pero también cruz. También depende del momento de cada uno y desde qué banco lo mires.
De hecho, nadie olvida aquel concierto en la sala Bikini un 11 de febrero de 2002 con aquel percance inolvidable. En mi caso, más allá de la anécdota, no me convenció. Sin embargo, hubo muchos que salieron entusiasmados. Aquí no había truco: conectabas con él o te quedabas fuera de esa órbita excéntrica. Tampoco hubo química entre nosotros en una actuación a solas en el escenario grande de un Azkena. Y por lo visto, también actuó en un Cruïlla, y sí, seguro que estuve allí, pero no me dejó ninguna huella (bueno, sí, que fue muy guitarrero). Hasta que he recopilado información para hacer la crónica no me he dado cuenta de que existió ese día. Pensaba que le había visto dos veces, y son tres. Las cosas de Ryan (y las mías).
Así y todo, dejando a un lado los antecedentes (ya fuese con buen o con mal regusto), había ganas de verle otra vez en acción. Llámenle morbo (que también) pero no, verdaderamente eran las ansias por comprobar si iba a responder a las expectativas y a la exigencia que sí genera su música con esa carrera tan díscola y atropellada. Porque seguir su ritmo estos últimos años no ha sido fácil, tanto por el volumen de música que ha ido proporcionando como por la manera en que la ha mostrado. Y quizá por eso nos dejamos llevar por su corriente, aunque sea imprecisa e incoherente. Aunque sepamos que ya no habrá un Heartbreaker y, ni mucho menos, un Gold. En cambio, nos contentamos con que siga ahí y que de un modo u otro siga entregando canciones. Ese oficio tan complejo e indescifrable. Con cimas que no imaginaste y que luego se te van de las manos.

En todo caso, la cita con Ryan era una apuesta por su música y, también, no nos engañemos, un acto social (y de fe). El quién es quién de la escena rockera de la ciudad. Con muchos saludos aquí y allá y ese clásico “hacía mucho que no te veía”. Lo típico en estas reuniones, más parecidas a las de viejos amigos de instituto, que a un simple concierto de rock. Con tanta incertidumbre, solo sabíamos una cosa: esta gira era una excusa para celebrar los 25 años de Heartbreaker y además venía solo. A partir de ahí, solamente cábalas e imaginaciones; una nueva dimensión desconocida. La realidad, una vez sentados en la butaca, en unos minutos (y el resultado en unas horas).
Con lo cual, la primera sorpresa es nada más aparecer él en escena. Sinceramente, pocos le reconocen. Quien más quien menos piensa que ese tipo era el que iba a presentar el concierto. Pero no, era él. Estaba a medio camino entre el profesor universitario de Indiana Jones y el predicador de Pozos de ambición (aquel Eli Sunday interpretado por Paul Dano). La primera bizarrada antes de empezar: mover a los fotógrafos y situarlos en la parte de atrás del escenario. A partir de entonces, el disloque. Con una escenografía y un decorado muy teatral, a lomos de las tabernas de los años veinte. Y un comienzo en que imperaba el respeto: ¿quién meterá primero la pata, él o alguien del público? Mientras, Adams cantaba y tocaba (maravillosamente bien) y, sobre todo, hablaba sin parar (y moqueaba, y se limpiaba las gafas, y hacía alguna mueca).
En pocos casos un músico confiesa y manifiesta tan abiertamente que va a morir solo
Sí, de todo mucho, y quizá en exceso. Pero claro, él nos quería explicar qué hacía allí y la razón por la que esa noche íbamos a ser sus cómplices. Una especie de invitación a la sala de su terapeuta y, por otro lado, el regalo de asistir (como si estuviéramos junto a él en un estudio de grabación) a la reinvención y deconstrucción (una más) de un cancionero, el del célebre Heartbreaker. Entre la cháchara de Ryan (la familia y las drogas como temas favoritos en sus monólogos), canciones que intercalaba entre guitarras y un piano (menos brillante a las teclas que acariciando cuerdas), más una tormenta puntual eléctrica invitando a su técnico de guitarras para tocar la batería y un bajista que apareció de la nada. Todo al más puro estilo Jack White.

En ese tramo, todo correcto (y más que eso, brillante), un músico que nunca sabes si vive con la intención de derribar algo (o si se va derrumbar él con lo que sea) o que, como es imposible calificarle, igual te abruma como te aburre. Y ahí sí, la definición de ese estado depende de mil factores que no se pueden controlar. Van casi al azar, a cada uno le toca de una manera. No obstante, por muchos conciertos que hayas visto y vivido, seguramente habrá pocos como el de Ryan de esta noche. Por no decir que casi ninguno. En pocos casos un músico confiesa y manifiesta tan abiertamente que va a morir solo. Con un trayecto de una hora y media larga (para interpretar un disco de unos 50 minutos) para hacer y deshacer el hechizo de Heartbreaker, los números no fallan: la mitad del tiempo se lo pasó charlando y elucubrando.
Para la segunda parte del show, tras un descanso para ir a la barra o a coger aire, una promesa a medias: tocará las canciones que le pida la gente. Con una trampa: no todas se ajustan a sus deseos, ya sea por la temática o por la estructura de la misma. Quizá la más linda de esas peticiones fuese Nobody's girl, propuesta que aceptó de buen grado. La interpretación fue única y soberbia. Eso sí, en esa prórroga ya hubo poco juego. Se enredó más de la cuenta. Primó ante todo esa faceta tan extravagante (agudizada por el porte de ahora) y que por lo visto no es un casual. Él es así, a veces un bendito, a veces un demonio y a veces también un tarado. Pero es nuestro, y así lo aceptamos. Para bien o para mal. Por cierto, con las luces ya encendidas y con Ryan recogiendo la americana del perchero, por los altavoces de la sala suena The antichrist de Slayer. ¿Una señal?