Decía Pepe Rubianes que a un país que tiene un gorila blanco y una virgen negra le tiene que ir bien las cosas por narices, pero lo que no se habría imaginado nunca el genio galaico-catalán era que, además, Catalunya también era el único país del mundo capaz de celebrar un santo en un día que no toca celebrarlo y conseguir que la gente felicite personas que se llaman Jordi en un inusual 23 de julio. Lo afirmo con esta rotundidad porque he dedicado el día de hoy, en este Sant Jordi fake impulsado por la Cámara del Libro y el Gremio de Floristas, a pasearme por Tarragona, Vilafranca del Penedès e Igualada con un solo objetivo: encontrar, entre puestos de libros y rosas, a los Jordis y las Jordines o Georgines que hoy han recibido, por fin y a destiempo, todas las felicitaciones acumuladas en los últimos años de ostracismo y olvido.
El virus que mató Sant Jordi para salvar a los Jordis i Jordines
¿Cuántas veces, algun 23 de abril, han felicitado ustedes tarde y mal a algún Jordi? En la Rambla de Tarragona, entre paradas llenas de libreros sudando la gota gorda y un paseo repleto de niños de casal d'estiu vestidos como si fueran al Pedraforca, un amable Jordi, vecino de la Selva del Camp, me confiesa que "una vez mi mujer no me felicitó hasta el momento de irnos a dormir, y ya eran más de las doce, por lo tanto ya era día 24"!. Su historia, explicada con un tono de voz a medio camino entre la ironía y la resignación, es la de todas aquellas personas que año tras año ven como la fuerza mediática de Sant Jordi nos deja tan desbaratados a todos que, ansiosos por encontrar el libro más buscado o para regalar la rosa más bonita, a menudo nos olvidamos de felicitar el santo a cualquier Jordi, Jordina o Georgina de nuestro entorno. Según el Idescat, en Catalunya viven 73.365 Jordis, 3.949 Georgines y 1.164 Jordines, por lo tanto hay casi 78.000 héroes y heroínas anónimas que a pesar de tener uno de los nombres más populares de nuestro país, abril tras abril ven cómo el protagonista de una leyenda hace posible que todo el mundo sepa que aquel día es Sant Jordi pero, al mismo tiempo, todo el mundo se olvide de felicitar a las personas que se llaman así.
Posiblemente felicitar a un Jordi en pleno 23 de julio tiene tan poco sentido como hacer creer que en pleno verano y en plenas vacaciones es posible, por arte de magia, que las calles huelan a rosas y las parejas, de golpe, paseen inesperadamente con cara de enamorados. Lo compruebo en Vilafranca, donde hay los mismos niños de casal d'estiu armados con cantimploras y donde una niña de ocho años que se llama Jordina me responde de forma onírica y mágica, a la manera de Albert Pla, cuando le pregunto si le gustan las rosas blancas, más presentes hoy que las rojas: "Pero ¿las rosas se pueden regalar cada día del año, no?", me responde. Cuánta razón camuflada de inocencia y sentido común, pienso. Aquella criatura que algún día espero que llegue a ser Presidenta de la Generalitat me permite apreciar que el amor, como la literatura, es una cosa que sólo tiene dosis de verdad cuando nace de la naturalidad. "Durante el año sólo vendemos rosas a algún enamorado despistado, pero vivimos de las flores para los entierros y las visitas a los hospitales", me explica Gina M., una florista vilafranquina de toda la vida y que agradece la celebración de este Sant Jordi inusual después de unos meses muy duros por culpa del confinamiento y la pandemia.
Puigdemont vs Marsé
Si desgraciadamente hemos aceptado que comprar rosas es un acto anecdótico que reclama de una fiesta concreta para ejercerlo, nadie desea creer que con los libros pasa el mismo. La semana de Sant Jordi y la Fiesta del Libro significa, más o menos, un 25% de la facturación anual de cualquier librería de una ciudad media de nuestro país, por este motivo la festividad alternativa de hoy ha significado para muchos libreros una inyección tan necesaria como extraña, tal como confesaba Jorge A., librero igualadino que con socarronería se preguntaba si este año, por fin, "algún libro de literatura sería el libro más vendido de la festividad". Con la lengua ya casi dormida después de todo el día preguntando a los paradistas si alguien del negocio se llamaba Jordi, Jordina o Georgina, al caer la noche me he atrevido a hacer la otra gran pregunta trascendental hoy: cuál ha sido el libro más vendido. Para sorpresa de muchos, aunque la jornada se haya parecido a un Sant Jordi normal de la misma forma que un huevo se parece a una castaña, dos cosas se han mantenido idénticas a la tradición original de la festividad: la diada es la fiesta del libro, que no quiere decir de la literatura, y, sobre todo, a última hora una inmensa cantidad de gente pasea con angustia de una parada a otra buscando desesperadamente un libro que, aunque ellos quizás lo desconozcan, también podrían haber comprado ayer o podrán comprar mañana.
"Este es el peligro de convertir los libros en una butifarra d'ou o unos panellets, supongo, en productos de un día concreto," me explica Jordi M., el último librero con quien hablo. Es un librero diferente, ya que su puesto en el centro de Igualada es de un negocio de objetos de segunda mano. "He vendido más Marsés hoy que en los últimos cinco años", dice, sorprendido y a la vez entristecido ante la evidencia de que los grandes autores tienen que morirse o esperar a una festividad como la de hoy para ser rescatados y leídos. En el otra extremo de esta evidencia, las novedades editoriales más calientes y estratégicamente publicadas en los últimos días vuelan como si fueran pollos asados un domingo cualquiera en alguna pollería. "Tenemos hambre acumulada de lectura", le digo a una señora que pregunta a la librera si tiene el libro de Sandro Rossell con el mismo deleite de quién pide Fortasec en la farmacia de guardia en uno de aquellos mal días estomacales. "Es para mi marido, que es muy del Barça", me responde mientras me muerdo la lengua y un joven librero repite por enésima vez que no, que ya no tienen el libro de Carles Puigdemont porque las confesiones del President se han agotado, igual que el libro de Junqueras. Absolutamente mareado por la extraña sensación de no saber en qué día vivo, si en 23 de abril o a 23 de julio, vuelvo hacia casa con las manos magulladas después de haberme inyectado unos 3000 litros de gel desinfectante a lo largo del día, haber felicitado sin que viniera a cuento a más Jordis, Jordines y Georgines que en toda mi vida y, sobre todo, con la duda de sí en Lleida, Figueres, Reus, l'Hospitalet o Barcelona se han perdido alguna cosa no celebrando hoy este Sant Jordi necesario pero más falso que un duro sevillano.
Tanto la gente de las ciudades que hoy no han podido celebrar la festividad alternativa como nosotros, sin embargo, conocemos la mejor noticia del día: mañana las librerías y floristerías seguirán abiertas, ya que comprar algún libro unas cuantas veces al mes y regalar flores de vez en cuando es mucho más normal que tener un gorila blanco o una virgen negra, por muy extraño que parezca.