Humor, candor. Entre estos dos estados de la materia anímica oscila e incluso permanece uno de los mejores periodistas de hoy. Porque tiene lo que le faltaba a Jaume Balmes, criterio, aunque el de Vic hiciera como que no, esmirriado como era. El principio de Arquímedes ya nos advierte sobre el volumen del fluido que, inevitablemente, desaloja un cuerpo insoluble. Y porque, contra los elementos, y al menos hasta ahora, Miquel Bonet parece estar escribiendo lo que quiere, con una libertad de pensamiento, de movimientos, con una insolencia y un sentido común que no parecen de nuestra época ni de nuestro país. Sin arrogancia, pero tampoco sin concesiones. El escritor de Tarragona, por contraste, por honradez, por determinación, por desnudez, deja en evidencia a la mayoría de la canallesca, preocupada solo de rellenar el expediente y de llegar a fin de mes. Qué diferencia, señoras y señores, niños y niñas. Y sobre todo, qué composiciones más interesantes, más divertidas, más vivas, más vivientes y convincentes. El público las lee y le gustan, no como con las de los demás, reptiles inmóviles. He dicho composiciones pero, de hecho, son más bien sonetos, estancias, cuartetas como aquella que escribió Tristan Bernard trescientos años más tarde, para responder a Pierre Corneille. Fue con ocasión de su amor incandescente por la actriz de Molière Marquise-Thérèse de Gorla, llamada la señorita du Parc...
Miquel Bonet trabaja con un catalán magnífico, sabe argumentar, sabe ser poético y creativo, sabe insultar y vituperar, aunque a veces, el gusto por el registro informal tenga demasiado castellanismo por solucionar o irresoluble, más pan que queso, más coincidencias con Robert Robert o Emili Vilanova que con el rigor de un Quim Monzó o con la desfachatez de un Dalí, de un Sagarra, que es en el territorio donde juega Bonet. En el equipo de algunos hombres libres y catalanes que, a través de la escritura, saben enseñarnos que la libertad de conciencia y opinión son posibles. Ahora mismo, y ya me perdonarán, no se me ocurren otros nombres más.
Martí Domínguez es un novelista conocido, premiado y celebrado, probablemente el escritor valenciano vivo más leído en el conjunto de los Países Catalanes, después de Ferran Torrent. Es sabio e ilustrado, sobre todo es un erudito científico, un muy buen divulgador de las ciencias de la naturaleza y un estudioso de la naturaleza humana. Probablemente por eso, y me sabe mal decirlo, la literatura que elabora es más explicativa que narrativa. Se explica bien pero de más. Maneja todo el rato al lector de la manita y le sugiere demasiado a menudo lo que debe pensar en cada momento, sin espacio para el misterio ni la aventura de la exploración individual. Paul Verlaine prevenía siempre, contra este hábito. Le llamaba la “punta asesina” que acaba para siempre con buenos libros.
Esta novela es, de alguna forma, filosófica, donde se imagina una sociedad del futuro atrapada entre la biotecnología y el biopoder que definió y predijo Michel Foucault. En esta sociedad del porvenir los seres humanos han eliminado el nacimiento biológico como hoy no se estila el amamantamiento materno. El protagonista masculino es un entomólogo humano llamado Charles y la protagonista femenina, la auténtica, protagonista Zoe, una no humana queda embarazada por una bacteria inesperada, como una especie de nueva Virgen María imprevista... Que a mí este libro no me haya gustado demasiado no significa que no sea recomendable y que pueda agradar a un público más atento y sensible.
Martí Gironell acaba de publicar su décima novela. Tiene un público fiel a un determinado tipo de novela histórica bastante curioso. Es el que no suele gustar a los que leemos a diario pero que convence a ese público suyo. En realidad es un escritor de mínimos, de prevenciones y de miedos más que de certezas. Es aseado pero nunca innovador, ni creativo, ni entretenido. No ha conseguido éxitos descomunales como los de Albert Sánchez Piñol con Victus, o como el de mosén Ballarín con Santa Maria, pa cada dia, pero también es verdad que consigue acontentar a los partidarios que le sostienen, por ahora, de forma indefinida y fiel. El fabricante de recuerdos es una narración previsible sobre uno de los pioneros de la fotografía catalana, Valentí Fargnoli, documentalista de una Catalunya anterior a la guerra civil española, a la que Gironell no logra revivir, ni recordar ni evocar. La perspectiva literaria no tiene nada de histórica, porque no hay psicología alguna ni idea anterior a nuestra época, ni ninguna curiosidad por entender cómo eran nuestros abuelos y bisabuelos, ni ningún intento de aproximarse a su universo mental, en la literatura o en las artes de aquel tiempo. La historia de Gironell es decorativa como un telón de opereta. Escribe de forma henchida, como la de un hombre que se escucha y se gusta cuando habla, con una fatal propensión a la redundancia. Cuando aparece la lluvia todo queda mojado, salpicado y si algún lector se descuida, Gironell le recuerda varias veces una de esas grandes verdades de la vida. Que el agua cala.