Los del Nobel dijeron que le habían dado el premio por la “conmovedora descripción de las consecuencias del colonialismo”. Eso da igual, porque la moralidad no atañe a la literatura, o más bien le molesta. Y lo único que cuenta es la calidad de lo escrito, aunque siempre será más fácil que simpaticemos con Abdulrazak Gurnah que, por ejemplo, con Rudyard Kipling. Quizá por eso, por desconfianza de quienes militan en la bondad, la voz literaria de este extraordinario escritor nacido en Zanzíbar en 1948 no lo tiene fácil desde el principio. El suyo es un libro que no ofrece de entrada controversia ni duda moral porque, ¿quién podría estar a favor de la colonización de la actual Tanzania por parte del II Reich alemán? La elegancia y la rotundidad de la escritura de Gurnah se impone, sin embargo, desde la primera página, porque al fin y al cabo la literatura es una cuestión de oficio, de la cera que arde, de convencimiento, también denominada verosimilitud. Y así como el holocausto contra el judío no admite discusión, ese otro holocausto antes del holocausto, esa horrible carnicería, esa injusticia contra el negro africano no admite suspicacias.
La vida de los colonizados alcanza niveles de barbarie, de bestialidad como sólo los que presumían de superiores y de civilizados pudieron demostrar. La vida de los negros queda entre paréntesis, la vida de verdad queda para más adelante, para cuando acabe la guerra que lo devora todo, para cuando la avaricia de los colonizadores les intoxique. El amor y la belleza protagonizan, por contrapunto, esta novela de auténtico terror, no como el de Halloween, inimaginable para nuestros juegos de sociedad opulenta. Osar leerla es osar entender cómo es ése mundo que sólo sospechábamos.
Entre tantos libros previsibles, urgentes o directamente aburridos he aquí un best-séller bien elaborado y que se hace leer con afán. Desde siempre, la literatura de entretenimiento ha sido una realidad cuando consigue, de verdad, entretener con gracia, cuando sabe servirse de los viejos trucos para obtener lo más difícil de todo, el escaso favor del público. O, al menos, un cierto interés. Ésta es una buena novela negra centrada, ay, en cazar a un asesino de nuestra época, a un asesino de mujeres, en el escenario grandilocuente de la meteorología adversa de Bilbao. Un Bilbao que, a veces, puede recordar la Glasgow o las noches de relámpagos de Robert Louis Stevenson, el maestro que siempre nos molesta. Y es que nos está mirando en silencio, con los ojos grandes que tenía, para insistir en que el señor Hyde también somos nosotros, somos la otra cara del honorable doctor Jekyll. Como buena novela de género Redondo aprovecha para ofrecernos un retrato personal de la sociedad vasca que ha conocido, basada en las peculiares ataduras de una camaradería insólita para los extraños. Y donde la crueldad no sólo el mal tiempo la trae consigo.
La última novela de Francesc Serés está muy alejada de la literatura. Ni siquiera es un panfleto político disfrazado de ficción porque no adopta ninguna forma de digresión lógica ni de itinerario del pensamiento. Tampoco aporta ejercicios de reflexión ni sutilezas que valgan. Habría sido estimulante que un escritor hubiera abordado, desde la perspectiva de la ficción, el conflicto humano que desató el proceso por la independencia, la hiriente contradicción entre el discurso político y la amarga decepción de los militantes. En lugar de eso, Serés ha escogido un título sugerente, el único elemento acertado, y se ha focalizado en dos inverosímiles profesores de un instituto de bachillerato del Penedès y en el personal que les rodea. En ocasiones, el libro parece un primer borrador para una telenovela oportunista de la Tevetrès, con tramas secundarias que acogen el costumbrismo de la actualidad más rabiosa. La historia que se nos cuenta carece de misterio, es el conocido desencanto de la política. Y la forma de explicarla no tiene calidad de página, ni virtuosismo formal, ningún esfuerzo artístico ni compositivo. Sólo se aprecia la voluntad de llenar páginas y más páginas. Por la vía de los hechos consumados, Serés se exhibe amontonando rocas que jamás serán esculpidas. Por ahora, su obra es cuantitativa porque no puede ser cualitativa.