Un buen día descubrimos la literatura noruega de hoy, la que viene derecha de Henrik Ibsen pero también del impronunciable Knut Hamsun, tan bueno como vergonzosamente nazi. La moda de Oslo continúa porque algunos libros noruegos consiguen algo importante que vale mucho para nuestros libros catalanes. Son espontáneamente diferentes y al mismo tiempo indiferentes a las competiciones por el éxito. Petterson (Oslo, 1952) es un escritor que ahora vive solo en una cabaña arregladita en mitad de un bosque y sabe en qué consiste la tragedia. En 1990, en el naufragio de un transbordador, perdió de repente a sus padres, a su hermano menor y a una sobrina. De modo que, por fuerza, ha tenido que aprender de qué material están hechas nuestras biografías, cuál es la imprevista convivencia, cotidiana, entre la tristeza y la alegría, entre la diversión y el drama. El hombre fatigado de andar a veces tiene la bendita suerte de encontrar una silla para sentarse. Pero puede pasar, y de hecho pasa, que la silla se rompe. Y cuando termina en el suelo el accidente es a la vez doloroso y cómico. Esta última novela de Petterson traducida al catalán es una pequeña joya, porque consigue lo más difícil, y es hacer interesante la peripecia de cada día, cómo va navegando el talante de cada uno entre la contingencia y el azar proceloso. Petterson se expresa de una manera que parece elemental e, incluso anodina, pero a poco que el lector se fije verá que sólo es una maniobra de distracción, una bien urdida estrategia que busca sugerir, dejar a entender, permitir al público que saque sus propias conclusiones, sin tener que soportar ningún sermón edificante, ninguna intención manifiesta. La literatura de Petterson es creíble porque se parece a la vida, donde pasa de todo y nada se explica. Léanla y ya me lo contarán.

Héte aquí un libro bonito, muy bien dibujado por Padilla, bien pensado y realizado por Prats, pero que podría estar aún mejor. Quizás si fuera más diverso o si abriera algunas ventanas para los niños que tienen curiosidad por el mundo de los adultos, por hacerse mayores antes de tiempo en algunas materias, como ésta, la de la brujería y la magia. Lo digo pensando en el venerable volumen de 1910 de Cels Gomis, La bruixa catalana (Altafulla, 1996). Por un lado, es una cuestión tradicional y a la vez de actualidad candente. Nos habla de un protagonismo femenino innegable, a pesar del famoso Harry Potter, pero por otro es un folclore que conserva alguno de los miedos públicos respecto a las mujeres emancipadas o sencillamente libres tan bien descritas por Arthur Miller en Las brujas de Salem (The Crucible, 1953), alegoría de cualquier persecución. Sí, los monstruos no son exactamente las personas con vidas fuera del redil sino las que se imponen a las demás. La diversidad enamora y más cuando nos promete un arraigo a la tierra, a la sugestión, al vitalismo, a la búsqueda de lo imposible, como la sanación mágica, el vuelo individual fuera de los medios mecánicos y a la diversión indisimulada. A los niños suelen gustarles, como a los gatos, las realidades amagadas y sorprendentes. Como recuerda Prats, “el mundo tiene márgenes. Ahora olvidados”.

Me cuesta imaginar a una personalidad, medio popular, que me despierte más simpatía que Elisenda Roca, la de la tele, la de la radio, la de los 43 libros para niños y adolescentes. La de las formas sociales más desenvueltas y virtuosas, la mujer empoderada, irónica, sabia, crítica, incluso autocrítica. Por eso me ha sorprendido que su primera novela para adultos (así la denomina) sea tan poco estimulante, de un recorrido plano y tan poco convincente desde un punto de vista literario. El libro no logra salir de la autorreferencia personal, la que sólo es un espejo para la autora. El relato del dolor, del maltrato, no logra atravesar la circunstancia individual y hacerse autónomo, convertirse en materia de interés colectivo, ir más allá de la peripecia biográfica en un mundo como el nuestro, donde el dolor descarnado, el miedo, la fuga hacia adelante y hacia atrás son, desgraciadamente, tan habituales como nada sorprendentes. El costumbrismo que ofrece Animales heridos (un título que coincide con el de la película de Ventura Pons de 2006 sobre tres cuentos del libro de Jordi Puntí Animals tristos, 2002) lo conocemos todos de memoria. Y los personajes están más pendientes de lo que dirán que de vivir, de huir temperamentalmente que de irse a alguna parte, de mostrar sus heridas abiertas que de curarlas. De intentar olvidarlas. Hay algo de irresponsabilidad, de malentendido en Nora, la protagonista de Roca, que lleva el sagrado nombre de la heroína de la Casa de muñecas de Ibsen. Es cuando exhibe tanto tiempo libre, cuando decide que no tiene ganas de trabajar porque necesita tiempo para curarse. No, los animales sólo trabajan forzados. Los humanos somos distintos. O yo no he sido capaz de reconocerlos en este libro.