Del estrépito al, a ratos, encandilamiento. Así de caprichosa es la vida. Uno se tropieza un jueves y revive el viernes de esa misma semana. El director capaz de filmar el vergonzante y tedioso western cool y supuestamente moderno Extraña forma de vida (2023), entrega ahora una película bella, sin excentricidades y en la que cede el testigo, devoción o necesidad, a dos estrellas de la actuación. Tilda Swinton y Julianne Moore trazan en La habitación de al lado una amistad envidiable. Ante la cámara. Y en la ficción.

La relación de ambas empieza en la revista donde trabajan, hasta que una de ellas acaba como novelista y la otra como reportera de guerra. Tras años sin contacto, vuelven a encontrarse en un momento malo, puñetero, jodidamente cotidiano, tan duro como la misma muerte, pero que —extrañamente— admite algo de gozo. Las vidas ya vividas, casi extintas, generan universos paralelos, limbos. Y ahí se regodea con delicadeza la película, apoyándose básicamente en su brutal dueto actoral. Aunque Swinton es misteriosa, como siempre, el Oscar va para Julianne Moore, que tiene un texto sometido, un personaje plano, pero le saca partido a cada gesto.

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Se trata del primer largometraje rodado íntegramente en inglés de Pedro Almodóvar, una producción con el apoyo de Warner y Sony, entre otras, y con, además de ese reparto dual imbatible, buenos gregarios: curiosamente, pese a la levedad en el guión de sus intervenciones, brillan Raúl Arévalo o Victoria Luengo. La película, basada en Cual es tu tormento de Sigrid Nunez, y heredera —destacó Julianne Moore— de Dolor y gloria, (matiz, esta última es más decadente), es una historia rústica, sin las limas de género a las que acostumbra el oscarizado director (Los amantes pasajeros, caricatura junto a Javier Mariscal de 2013), ni tampoco un ejercicio de estilo, el thriller La piel que habito (2011).

La historia intenta respirar emoción, pero llega demasiadas veces a lo cerebral

Es una versión más comedida, menos consentida del manchego. Un intento de melodrama, a lo Douglas Sirk. La historia intenta respirar emoción, pero llega demasiadas veces a lo cerebral. Contemporánea en los espacios, mucha revista de decoración en los escenarios y el vestuario como siempre, y ese capricho por filmar Nueva York.

Innecesarios flashbacks a parte, las escenas de las dos actrices, casi todas de corte cerrado, mucho plano y contraplano, estilo confesional, escorzos y cuidados, elevan el film. Distraen algunos pins que el manchego quiere colgarse afanado de librar todas las batallas, como las irrelevantes referencias políticas (cambio climático) o las negociables vueltas a los clásicos, como la guerra de Vietnam y sus heridas. Visto mil y una veces.

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Aunque es innegable que la narración funciona como unas escaleras mecánicas, lenta, pero sin pausas, y que Almodóvar trabaja con mucho menos de lo usual, nada de historias rocambolescas ni tratamientos cañís, si consigue levantar una pieza bonita, justa de metraje (sobre los cien minutos), pese a un tratamiento tremendista y excesivo de la BSO de su habitual Alberto Iglesias, es sobre todo por sus dos bestias escénicas. Siempre supo sacar partido de los actores. Devoción o necesidad; almenos ahora no los sumerge en absurdos retorcidos, como ha hecho estos últimos años.

De momento ya se ha alzado con el León de Oro en el Festival de Venecia. Almodóvar, a sus 75 años, parece haber encontrado un nuevo idioma duradero en el cine, uno que no le hace impostar ni exagerar tanto. Su film en inglés, el único, nace de una de sus últimas mejores ideas en castellano. Las historias acertadas no necesitan acentos. Pero sí algo más de alma y algo menos —todavía— de legado en vida, de marca Almodóvar.