No se suele decir, pero Sheryl Crow cambió muchas cosas en el panorama musical en los noventa. También el papel de la mujer en la industria, hasta entonces más invisible y que, con su presencia y la de Alanis Morissette, puso un foco nuevo y necesario para todas ellas. Sin necesidad de confundir éxito con impacto social y mediático y, a la vez, con un paradigma que permitía a mujeres como Sheryl y Alanis funcionar como lo que eran: soñadoras que derribaban barreras a partir (y a través) de sus canciones. Nunca compitieron, ni fueron de la mano, pero cada una a su manera originó un patrón musical y de conducta al que luego se agarraron muchas. Es más, cuando coincidieron se fotografiaron juntas, ya fuese en la gala de los Grammy o en la pasarela del Festival de Cine de Cannes. De algún modo, fueron conscientes del beneficio que tuvo la una en la otra. Efecto y consecuencia perfectamente explicados en un capítulo de Doctor en Alaska: el síndrome Alanis (aplicable obviamente a Sheryl).
No se suele decir, pero Sheryl Crow cambió muchas cosas en el panorama musical en los noventa. También el papel de la mujer en la industria, hasta entonces más invisible
De hecho, en sus inicios hubo un nombre que persiguió (en sentido positivo) a Sheryl Crow y ese fue Michael Jackson. Sí, nada más y nada menos que él. Durante un tiempo fue corista del Rey del pop, algo que explica con todo lujo de detalles en Sheryl, el documental que dirigió Amy Scott y produjo Showtime. Sin embargo, el lugar que fue el inicio de todo esto es el Club Pasadena en Los Ángeles. Allí Sheryl tenía un ritual, juntaba a una panda de amigos para tocar los martes por la noche. El objetivo no era otro que el de divertirse tomando unas cervezas y tocando canciones hasta el amanecer. Y fruto de eso nació Tuesday Night Music Club, el disco de debut que reventó las listas de éxito, colando un número elevado de canciones en las mismas. Su rock radiable y una voz exquisita de gran personalidad obraron el milagro: Sheryl Crow había llegado para quedarse. Y así hasta pasados treinta años, todavía sobre los escenarios luciendo carisma y sonrisa. La chica nacida en Misuri es una estrella, y lo sabe, gestionándolo desde la elegancia y sabiendo en cada momento dónde compite. Si en el Starlite de Marbella lucía una blusa con detalles plateados, en el Azkena Rock Festival salió con un porte más desenfadado y roquero. Aquí no nos la imaginamos con un vestido de aires mediterráneos, pero seguro que iba a calibrar el lugar que visitaba y así fue (su pantalón era estampado con flores).
La chica nacida en Misuri es una estrella, y lo sabe, gestionándolo desde la elegancia y sabiendo en cada momento dónde compite
Una más de la pandilla
Algo que gestionó muy bien Sheryl durante su carrera fue la continuación a aquel primer impacto, los discos siguieron cayendo en todos ellos había zumo, no daba una puntada sin hilo. Tal vez Sheryl Crow, en 1996, era un disco más rotundo, pero con menos instinto para el hit. Después, en The Globe Sessions, tras probar con loops y experimentos hip-hop, no quiso jugar a acomodarse. Quizá por eso grabó Mississippi de Bob Dylan, en lo que era una señal significativa: el viejo gruñón siempre ha ido más allá. Incluso con C´mon, C´mon, ya en el siglo XXI, ella se lanzó de cabeza al universo pop, con resultados irregulares (si bien ahí había un hitazo, Soak up the sun). Precisamente recuperó de nuevo el pulso tras separarse de Lance Armstrong, el tramposo más grande de la historia del deporte. De hecho, a ella la vimos alguna vez en las subidas a Alpe d´Huez (en esa relación también habría otro documental, y este bien jugoso). Finalmente, tras decir por activa y por pasiva que no sabía si grabaría un disco nuevo, esta primavera publicó Evolution.
Con esa misma naturalidad (sin olvidar su aura de estrella), y en un Poble Espanyol cómodo en el pistoletazo de salida del Alma Festival, aparecía una Sheryl que no escatimó en lo más importante: la gestión de sus hits
Y así, con expectativas, pues hacía décadas que no pisaba estas tierras, se presentaba una Sheryl Crow a la que muchos rescataron en pandemia con su actuación en los imprescindibles Tiny Desk. Con esa misma naturalidad (sin olvidar su aura de estrella), y en un Poble Espanyol cómodo en el pistoletazo de salida del Alma Festival, aparecía una Sheryl que no escatimó en lo más importante: la gestión de sus hits. Con un arranque al compás de Start me up de The Rolling Stones (durante un tiempo cerraba sus conciertos con una versión de la banda), enseguida cayó la extensa letanía de Run baby run, la esperada All I wanna do o una excelsa Leaving Las Vegas (¿dónde estás Nicolas Cage?) con símbolos de casino y máquinas tragaperras en la pantalla.
Hubo, entre otras cosas, un discurso activista (reconoció que necesitaba un respiro de su país), soltó un Barcelona es “molt maca”, tocó una canción nueva sobre una IA que no le gusta y la asusta, con esa voz de caramelo que no acaba de romper, uno de sus principales encantos. Con un sonido perfecto y una banda exquisita (qué agradable ver por ahí a Jen Gunderman a los teclados o al guitarrista Audley Freed de, entre otros, Black Crowes), el concierto, un show muy a la americana, transcurre sin fisuras ni estridencias. Sheryl anuncia el First cut is the deepest de Cat Stevens y, como culmen, el If it makes you happy (quizá su mejor canción) con un logo de Sheryl gigante detrás y en dorado. Luego Soak of the sun y la sucesión de palmeras, un guiño a esas noches de verano que, la de Misuri, nos avanza con esa clase y la sensación que, parece que no ha pasado el tiempo desde 1993 y Sheryl sigue ahí, como si fuese ayer que ella tocaba en el Club Pasadena con sus amigos. En el fondo, es una más de la pandilla.