El origen de las palabras a veces nos explica cosas bonitas. Leo que desear significaba esperar alguna cosa de las estrellas (de sidus-sideris, de donde viene también el adjetivo sideral), a menudo las condiciones necesarias para los cultivos. Era todavía una perspectiva pragmática, pero de aquí viene la cosa poética de pedir un deseo cuando vemos una estrella fugaz. Hoy hablo del deseo y sé que me meto en un jardín. De entrada, cuesta, definirlo. Es demasiado complejo y reducirlo quiere decir caer en lugares comunes. En términos filosóficos, el deseo es la falta. Eso decía Lacan. Una falta que quizás no se acaba nunca de resolver. La naturaleza del deseo, pues, es la insatisfacción. No sé si siempre escogemos lo que deseamos, pero sé que el deseo es un motor colosal y que a veces asumir que deseamos aquello nos confronta con un yo que esperamos que no vea nunca nadie.
También sabemos que el deseo y el amor no son lo mismo, pero deseamos que el amor sin el deseo sea solo un estadio final, quizás ya viejecitos, al lado de quien un día deseamos mucho. Una cosa que me fascina es como se establecen las relaciones entre quien desea y quien es deseado: a veces, lo ves a kilómetros y es una escena previsible de acercamientos mal disimulados, de perseguir y babear. A veces, la persona deseada se moverá en un espacio difuso: quizás ofrece alguna cosa pero quizás no se acaba de realizar nunca. Y entonces es capaz de hacer mover a la persona deseosa por los caminos que le convenga, pequeño como un Playmobil de cara sonriente y entregada. A veces, el deseo de uno alimenta al del otro, y "si os gustáis pos liaros". A veces, que sientan mucho deseo por ti te repele y te empalaga.
Hace una semana justa soplaba velas y pedía un deseo. Otro concepto de deseo, este no se puede decir (el otro a veces tampoco). Este es el de pido cosas genéricas, el de no tiro las velas que, si no, no se cumplirá. También está la otra versión: si no las tiro tendré mala suerte (así que cogeos a la superstición que prefiráis según si sois más o menos de reciclar velas). Soplé y junté a gente para hablar y beber vino. Como ayer tarde en Paral·lel 62, con Andrea Gumes y Anna Pacheco, que gravaban su pódcast con público y cervezas. Hablaron del deseo con Elena Martín y Anna Pazos. Medio riendo, medio bromeando, pero a la vez sacando cosas profundas. Como las cenas de cumpleaños de más de 30, que haces cachondeo pero también sale la vida que ya va demasiado de veras, los hijos y la hipoteca. Ellas planteaban si era mejor desear o ser deseado. Y si, quizás, a veces, el deseo es, justamente, ser deseado. Es interesante el juego de espejos y de miradas: ¿es lo que yo deseo? ¿O es el deseo del otro en mí que me hincha el ego y eso me pierde?
Sabemos que el deseo y el amor no son lo mismo, pero deseamos que el amor sin el deseo sea solo un estadio final
En la adolescencia, descubrir el deseo, tanto lo que sientes como lo que generas, es quizás uno de los momentos más catárticos de la era que estrenas. Y entonces llenas páginas de diarios personales y de cartas de olor. Durante una época, casi todo queda reducido a aquello. Ayer también salieron dos episodios de viralidad recientísima ligados al deseo: el médico de montaña que encarna al yerno perfecto, el que paga un vermú, arregla una puerta y te hace una consulta sagrada de cuarenta minutos. Y las rimas del exlíder de El Canto del Loco para Ester Expósito. Del primero, como dice al señor del vídeo después de los testimonios de las mujeres encaprichadas, "nada que decir" (o solo que el planteamiento del vídeo ya te lleva donde te lleva). Del segundo, que me ha hecho volver a los noventa. A las cartas de olor y a los diarios personales íntegramente dedicados a quien te gustaba y como de fuerte te gustaba. Todo quedaba reducido a aquello: al deseo para los que no te hicieron nunca ni puñetero caso.