Hace pocos días una amiga me explicaba que cuando ella era pequeña en su casa los regalos de Navidad no se envolvían, que la mañana de Reyes se encontraba todos los juguetes montados y a punto en el comedor. Es una imagen bonita: el sueño de colorines, de Playmobils montados, de muñecas liberadas de las cajas y las bridas a punto para jugar. Me sorprendió porque yo pensaba que en todas las casas se hacía como la mía, que los regalos se envuelven y la sorpresa es primero el paquete "en forma de". Un poco como aquel sombrero que no es un sombrero, que es una boa que se ha comido un elefante.
Artistas del envoltorio
Hay verdaderos artistas del envoltorio: papel y cinta, unas flores secas, el nombre con letra decimonónica. El regalo es sobre todo el objeto envuelto. La proyección de todo lo que puede ser, aquella emoción. Después hay quien lo hace como un puro trámite: compran papel de regalo con dibujos de Disney y los envuelven todos iguales o, en el peor de los casos, reutilizan algún papel del año anterior que no quedó del todo arrugado. También está la opción que ya te proponen en algunas tiendas de grapar la bolsa de papel y poner un lazo (pero todos sabemos que no es lo mismo). Os tengo que confesar que de pequeña admiraba los que trabajaban temporalmente en aquellas mesas auxiliares que se ponían en los establecimientos de juguetes y en las perfumerías y que se dedicaban, solo, a envolver. Aquellos rollos infinitos de papel de varias medidas colgados detrás y, zas, un corte limpio, cada vez la cantidad de papel exacta para el regalo que toca. Las pegatinas: "Deseo que te guste" y, sobre todo, aquellos pasos como un ritual: dichos expertos cogiendo los celos de soportes pesados, el pliegue de los laterales perfecto. Tan bonito y tan fácil. Después por casa jugaba a envolver todo lo que encontraba imitando aquel trabajo que debió ser el mejor trabajo del mundo y que consistía solo en hacer la magia y convertir aquel objeto mediocre en un regalo digno.
Os tengo que confesar que de pequeña admiraba los que trabajaban temporalmente en aquellas mesas auxiliares que se ponían en los establecimientos de juguetes y en las perfumerías y que se dedicaban, solo, a envolver
Yo crecí en un pueblo muy pequeño y la noche del cinco de enero los Reyes pasaban por casa de los niños de las familias que previamente lo habían pedido a una comisión del pueblo y te traían los regalos in situ. Eso quería decir que era muy difícil no creer y que aquella noche se pasaban nervios y miedo, especialmente si venía el rey negro (una mezcla de racismo de niña de tres años y de pánico por una blackface mal ejecutada). Durante las horas previas, mientras cenabas en familia, todo eran rumores: han empezado por la parte de encima del pueblo, este año vendrán tarde, hemos oído los tractores (llevaban los regalos en un remolque, era muy auténtico, muy rural). Si tenías mala suerte tenías que esperar hasta pasadas las doce y el Rey llegaba contento, demasiado contento, porque había tomado una copa de cava en cada casa donde había ido antes. Los regalos grandes o envueltos con las banderitas verdes de El Corte Inglés siempre prometían. Las cajas de tamaño rectangular tenían que ser una Barbie. El año de la bici, el año de la Rosaura. Toda la ilusión del desenvolver. Destapar paquetes, acumular. Después venía lo que venía y el regalo rectangular era un Nancy y no una Barbie, montar el Playmobil era una liada de horas y el mando del coche necesita pilas pequeñas y de estas no tenemos.
Si tenías mala suerte tenías que esperar hasta pasadas las doce y el Rey llegaba contento, demasiado contento, porque había tomado una copa de cava en cada casa donde había ido antes
No hay nada que valga tanto la pena como los momentos antes (y eso no pasa solo con los regalos) cuando todavía no se ha consumido, cuando todavía puede ser todo y es perfecto porque solo existe en nuestro cerebro. Aquel viaje, aquel concierto. Pensar el menú de Navidad, el jamón, los vinos, poner una buena mesa. Después, las fiestas se hacen pesadas, demasiadas horas con la misma gente, dolo de barriga de tantas comidas copiosas y fingir la cara que te han acertado el regalo. Mucho mejor la rutina, la verdura y si necesito alguna cosa ya voy y me la compro yo. Y si hace falta, me lo envuelvo bien envuelta.