“La muerte era una escapatoria”. Simone Veil está sentada bajo un árbol junto a Paul Schaeffer, un viejo compañero de Auschwitz. Se conocen desde el primer momento que son internados en Auschwitz. “Fíjate”, le dice ella, "tu tatuaje está muy bien conservado, el mío en cambio, como soy morena, es más difícil de ver”. Los dos charlan distraídamente mientras comparan la calidad de la tinta de las SS que persiste en sus antebrazos.
Es uno de los muchos documentales que estos días pasan por las televisiones francesas rindiendo homenaje a una mujer singular, que transitó por el siglo XX asumiendo todas sus miserias, abrazando todas sus grandezas, para salir de escena con una elegancia que le era natural. En silencio, discretamente.
Las anécdotas fluyen. Quienes la conocieron bien fueron más bien pocos, la mayoría la admiraron por encima de las conveniencias. Su legitimidad estaba fuera de toda duda. Esa legitimidad que hoy buscan desesperadamente los hombres (y las mujeres) públicos, rodeándose de símbolos para cubrirse con el manto del poder. Curiosas las coincidencias en el tiempo, que hacen que la fotografía oficial de Emmanuel Macron coincida con la despedida de Simone Veil. En el primer caso, el exceso de referencias, la necesidad de imponer su poder en cada gesto. Aquí, yo, Júpiter, poder vertical…
Simone Veil nunca necesitó atribuirse los símbolos del poder. Su autoridad moral no lo necesitaba
Simone Veil nunca necesitó atribuirse los símbolos del poder. Su autoridad moral no lo necesitaba. Su moño perfecto, plantando cara a los manifestantes del Frente Nacional tras la aprobación de su ley a favor del aborto, asentó su figura sobre todos los que tuvieron la suerte de cruzarse con ella durante todo su período político. Ya se tratase de presidentes de la República, Giscard, Mitterrand, Chirac; de sus adversarios o de sus correligionarios, ya fuesen franceses o alemanes...
Su coraje ante la adversidad era proverbial. “No me dais miedo”, espetó a la horda de manifestantes hostiles y violentos de la extrema derecha lepenista del FN que en 1979 la interrumpieron durante un mitin de su campaña en las elecciones europeas. “He sobrevivido a peores que vosotros. No sois más que SS de pacotilla”. Simone Veil será la primera presidenta del Parlamento Europeo elegida por sufragio universal. Una mujer que no era ni de derechas ni de izquierdas, que fue capaz de seducir a todo un país por la coherencia y honestidad de sus propuestas. Su ley del aborto de 1974, la ley Veil, resume bien su espíritu: una ley no puede imponer más castigo al drama de la mujer que decide abortar. Non bis in idem. No se puede castigar a nadie dos veces por un mismo hecho.
Auschwitz, enero de 2005. 60º aniversario de la liberación del campo de exterminio. En la tribuna, cerca de los hornos de Birkenau, están sentados el entonces vicepresidente de los EEUU, Dick Cheney, el príncipe Carlos de Inglaterra, la reina Beatriz de Holanda, Vladimir Putin, Romano Prodi… Jacques Chirac pasea por el campo junto a Simone Veil. Viejos compañeros de lucha, la famosa ley Veil no naufragó gracias al apoyo del entonces primer ministro conservador. Un hombre de derechas que supo defender una ley de izquierdas. Cosas que pasan en Francia.
Entre los oradores de esa tarde congelada, Elie Wiesel y Simone Veil. Entre el público, numerosos supervivientes aguantan la nevada en sus pijamas a rayas. Algunos cuentan que se los han hecho coser expresamente para ese día. Han regresado a Auschwitz acompañados de familiares, se los ve por el campo en pequeños grupos. Paseando de barracón en barracón, en una peregrinación silenciosa. La ceremonia tiene ese algo de cansino que todas las ceremonias tienen. Unos recitan poemas, a pesar que la poesía murió en Auschwitz según Theodor Adorno. Otros cantan canciones en yiddish o en ladino. La nieve cae copiosamente.
Su madre sucumbiría al tifus en Auschwitz, pero ella y su hermana le debían la vida a una prostituta polaca desconocida
Simone Veil lleva un abrigo de piel marrón. Toma el micrófono y empieza su discurso. Al cabo de unos segundos, una mujer sube al pódium gritando. Lleva una de esas gafas cuadradas de estilo soviético, levanta la manga de su abrigo que está cubierto por el pijama de rayas. En el antebrazo, una P la señala como prisionera política del campo. Arremangada, enseña al mundo las cifras de su tatuaje. Continúa gritando en polaco, mientras el protocolo empieza a ponerse nervioso. Simone Veil le deja hacer y se aparta del micrófono. La mujer grita y llora mientras señala insistentemente su número. Al cabo de unos tensos minutos, Veil se acerca a ella y la abraza. Seguramente, en ese gesto de ternura, Simone Veil abraza en esa mujer desconocida a la kapo polaca, una prostituta, que decidió salvarla y enviarla junto a su madre y a su hermana a un comando donde las condiciones de vida eran algo más tolerables. “Eres demasiado bella para morir aquí”, le había dicho la polaca. Más tarde, su madre sucumbiría al tifus, pero ella y su hermana le debían la vida a una prostituta polaca desconocida.
La popularidad de Simone Veil resistió sin fisuras en el imaginario francés. Ella aparecía sin mácula. Ahora querrán enterrarla en el Panteón junto a los grandes de la nación francesa. Sus hijos, en cambio, reivindican a la madre y prefieren que repose junto a su esposo, Antoine, figura esencial para comprender la fortaleza de esta mujer. Debates que solo interesan a los vivos.
Simone Veil perdió muy pronto con quien compartir su mundo íntimo. El siglo XX le arrebató a todos sus seres queridos
Decía la escritora italiana Natalia Ginzburg que hay un lenguaje familiar que solo somos capaces de compartir con nuestros seres más queridos. Un microuniverso lingüístico que encierra nuestras memorias y miedos. Simone Veil perdió muy pronto con quien compartir su mundo íntimo. El siglo XX le arrebató a todos sus seres queridos. Pronto comprendió que se había quedado sola. El último golpe del destino: el accidente de carretera en el que fallece su hermana Madeleine junto a su hijo, regresando a su casa en Francia, tras pasar juntas dos semanas de vacaciones en Alemania, pocos años tras el fin de la Segunda Guerra Mundial. Completamente sola, Simone Veil siempre declarará: “Mis únicos amigos son los supervivientes de los campos de exterminio. Solo con ellos puedo hablar y reír en intimidad”.
Quizás esa soledad le permitió construir su fortaleza. Sufrir, perder, sí, pero para poder después plantar cara a la bestia, se llame como se llame. La belleza de Simone Veil no era tan solo su rostro, era el coraje de quien resiste.
Quizás por ello, en la espada que todos los miembros de la Academia Francesa reciben al ser nombrados, Simone Veil, hizo grabar el número que le dieron al llegar a Auschwitz. 78651. Resistir es ganar. Sobrevivir a cualquier precio. Simone Veil ganó la batalla a sus enemigos. Esa era su belleza.