En el momento en el que estoy escribiendo esto, el hashtag #MiSemenEsDeFuerza es trending topic en España. Se ve que Ortega Cano, tan torero él y más señoro aún entre los señoros, dijo sendas palabras en el programa de Ana Rosa Quintana para reivindicar que todavía podía preñar a su mujer con la potencia y el calor de su banderilla. Esta semana estoy llegando a unos niveles de misandria extremos. Yo de verdad que lo intento, pero entre los cayetanos madrileños, los de Vox y la masculinidad frágil de los futbolistas, me lo ponen muy difícil. Ya van muchos días de apretar la mandíbula y morderme la lengua, de contar hasta diez cuando leo las noticias y algún tipo se pone a la defensiva con un argumento de mierda, de subir el volumen de la música cada vez que escucho un comentario vomitivo en las filas cercanas. Estoy haciendo un trabajo de contención importante para no ser vista, olida y etiquetada como la típica feminista irritable que salta por todo y a todo le coloca el matiz lila. Creedme, a menudo preferiría seguir con la venda en los ojos y no darme cuenta de la cantidad de machiruladas que supuran por cada espectro limítrofe de mi existencia. Pero hasta aquí. Ya no puedo más. Porque cuando todo lo de alrededor se sincroniza como un reloj suizo para ponerme de mala leche, ya no me da la gana de que haya paz para los malvados.
“¡Putas, salid de vuestras madrigueras como conejas, sois unas putas ninfómanas, os prometo que vais a follar todas en la capea!”. Verlo y meditarlo con unos días de margen me ha permitido ver el cómputo general de lo ocurrido, aunque, lamentablemente, los días no me han dado ni una perspectiva más justificable ni por supuesto un mejor pronóstico: si en primera instancia pensé que los borjamaris del colegio mayor Elías Ahuja eran unos niños pijos entrenados para violar, ahora lo siento con más frenesí. Se puede confirmar que ser hombre y tener dinero es una carta blanca para lo que sea, y lo que es peor: las consecuencias del suceso ratifican tanto la normalización sistemática de la violencia contra las mujeres —las mismas víctimas de los gritos, las alumnas del colegio Santa Mónica, la han justificado—como que la respuesta pública se ha dado más para callar bocas que para enseñar modales.
Porque vamos a ver, si tú tienes a, no sé, más de un centenar de chavales practicando el saludo fascista y gritando consignas de odio a pleno pulmón en los balcones del colegio que diriges, ¿no te das cuenta? Si encima se pregona que es una tradición —o sea, que no es la primera vez—, ¿cómo se explica que no te hayas enterado antes? No cuela que algunos se hayan acogido a que no lo sabían o a que se trata de una actitud estúpida de juventud. Todavía cuela menos viendo que, para acabar de rematar el desvarío, el colegio ha liderado la depuración de responsabilidades bajo la técnica del chivo expiatorio: lo que viene siendo la clásica de sacrificar a unos pocos para salvar a la mayoría. Cuando uno hace eso, cuando uno actúa como si fuera tonto, es que de tonto no tiene nada y sabe mucho más de lo que dice. Tienen clarísimo que esa panda de niñatos no son críos descerebrados que no saben lo que dicen, y para eso les han entrenado: son futuros jueces que absolverán a agresores, futuros médicos que impedirán practicar un aborto o que decidirán sobre el cuerpo de las mujeres, o futuros policías nacionales que identificarán a un negro por la calle sin ningún motivo aparente. Quién sabe si también futuros presidentes del Gobierno, como ha llegado a declarar el supuesto líder del acoso en los balcones.
Cuando tantas violaciones de derechos juntas se conjuran bajo el mismo patrón, hablar de excepciones, errores técnicos, hackeos o meras idas de olla es una teoría loca que solo puede defender un cínico
La banda sonora de este declive semanal la han puesto esa especie de Backstreet Boys que tocaron en la fiesta anual de Vox y que me ilustraron cantando perlas como “las feministas protestan por una violación grupal / hay diez más que investigar / me da igual, son de Senegal”. No hay palabras de asco suficientes para describir a unos energúmenos que banalizan las violaciones grupales pasándose la interseccionalidad —no saben ni lo que es— por el forro de los cojones sin que pase nada. Otro día más presenciando que las mujeres solo importamos el 8 de marzo y los días que nos quejamos un poco, y que el resto solo son jornadas interminables que siempre protagonizaremos como ciudadanas de segunda ante la mirada pasiva de nuestros colegas, hermanos y compañeros de curro. Obligadas siempre a quitarle hierro al asunto, mordiéndonos la lengua hasta el sangrado y viviendo a medias, constantemente con el pavor de ser tratadas como unas exageradas que han perdido la cabeza.
Y después llegan Iker Casillas y Carles Puyol y se mofan del colectivo LGTBIQ con unos tuits que vienen a decir que ser homosexual es una coña de la que uno puede reírse a bocajarro. Estamos demasiado acostumbrados a que este tipo de mofas pasen inadvertidas, a despacharlas con una risa falsa para evitar el careo. Aún hay quien cree que un comentario así es un suceso menor, sin percatarse que es el primer granito de arena sobre el que se edifica toda la cultura de la discriminación. Y es probable que no hubiera maldad en tales declaraciones y que ambos tipos se lo tomaran realmente como una broma sin importancia, pero es que precisamente es esa inconsciencia la que más preocupa: ¿hasta cuándo deberán ser las personas oprimidas las que les pongan los puntos sobre las íes a los opresores? ¿En serio dos futbolistas multimillonarios no tienen ni 20 euros para comprarse un libro sobre la teoría queer, la construcción del género o la diversidad sexual y empezar a trabajarse?
Es tremendamente agotador tener que permanecer con las uñas fuera y vivir en un mundo en el que constantemente tienes que justificar tu existencia. Y no, no exagero. Cuando tantas violaciones de derechos juntas se conjuran bajo el mismo patrón, hablar de excepciones, errores técnicos, hackeos o meras idas de olla es una teoría loca que solo puede defender un cínico. Es machismo y es homofobia y es racismo con la agravante de brecha de clase, porque en esta serie de catastróficas desdichas también queda clarísimo que la libertad es un derecho siempre y cuando puedas pagarlo. Y en el punto álgido de la montaña yo solo veo un gran campo de nabos que representa todo lo que más detesto, y ya no puedo más.