Somos palabras. Somos las palabras que nos enseñan, las que nos gustan, las que escogemos, las que nos inventamos, e, incluso, somos las palabras que olvidamos. Nuestra manera de hablar, el conjunto de palabras, giros, sonidos y silencios incluidos de nuestra habla, forma lo que los lingüistas llaman 'idiolecto', que vendría a ser la versión personalísima y única de la lengua que habla cada uno. Y hablamos como somos y somos como hablamos porque en cada idiolecto se esconde una historia que solo nosotros podemos explicar. Nuestras vivencias y también nuestras pequeñas peculiaridades y particularidades, incluso nuestros errores (barbarismos incluidos) forman parte de este idiolecto.
Somos las palabras que nos enseñan, las que nos gustan, las que escogemos, las que nos inventamos, e, incluso, somos las palabras que olvidamos
La base de una identidad lingüística
Cuando somos pequeños, la lengua nos llega sin pedir permiso, impregnada de las voces de las personas que nos aman. Las primeras palabras que aprendemos no son solo sonidos con significado, son palabras que nos acompañarán y nos harán ser quien somos para siempre. Las primeras palabras serán la base de una identidad lingüística que crecerá con nosotros y que nos hará entender el mundo tal como lo entenderemos (o no) cuando seamos mayores. Pero, más allá de esta herencia inicial, cada uno de nosotros construiremos nuestra propia lengua a través de la experiencia. Cada charla, cada lectura, cada amistad... se integrará en un mosaico inmenso e infinito: nuestra lengua y nuestro hablar.
Las primeras palabras serán la base de una identidad lingüística que crecerá con nosotros y que nos hará entender el mundo tal como lo entenderemos
Hay quien habla con frases cortas, lacerantes, como si cada palabra le pesara. También hay quien alarga los discursos como si quisiera explicar todo el mundo en una sola tirada. ¡Hay quien utiliza mil adjetivos y hay quien siempre dice los mismos, dos o tres (fantástico, especial, genial)! Hay quien mezcla lenguas, quien se inventa palabras, quien todo el día dice 'guay', quien recicla expresiones de un programa de televisión y quien mantiene vivo el léxico de una infancia rural para no olvidarla. Hay quien intenta utilizar palabras modernas que ni él mismo entiende, quien juega a decir palabras para que los otros no lo entiendan, quien dice las palabras de sus abuelos para rendirles homenaje y hay quien utiliza la expresión de moda de turno porque se le engancha y la utiliza toda la temporada. Incluso los errores que hacemos (aquel barbarismo que nunca corregimos, aquella palabra que siempre decimos mal, pero que nos es tan cómoda) nos convierten en personas y en idiolectos irrepetibles y únicos. Los errores, las incongruencias... no son enemigos del lenguaje, sino un reflejo de cómo somos: vulnerables, espontáneos, genuinos y contradictorios.
Nuestro idiolecto es, al fin y al cabo, el recuerdo que dejamos en la vida de los otros y las palabras que decimos, incluso sin pensarlas, son huellas en la memoria de los que nos rodean
¡La lengua también es memoria! ¿Cuántas veces hemos recordado a alguien por lo que decía? Yo misma recuerdo y reivindico expresiones de mi abuelo como "bastar cideres" y "bastar nesprus" e incluso rafelismes (o rafelades) de mi padre, como por ejemplo 'dingú', 'aixòs' u 'oubergínia'. Y también reivindico el 'aiga' en vez del 'aigua', porque estas palabras son las que me identifican, las que suenan a casa y las que me han hecho ser quien soy. Una frase típica, una expresión que solo utilizaba aquella persona, un tono de voz o una manera peculiar de construir una idea nos persiguen años después de que ya no sea. Nuestro idiolecto es, al fin y al cabo, el recuerdo que dejamos en la vida de los otros y las palabras que decimos, incluso sin pensarlas, son pisadas en la memoria de los que nos rodean. Cuando alguien explica "recuerdo cuándo me decían eso o aquello" o "recuerdo que el padrino siempre decía...", me doy cuenta de que, a menudo, el lenguaje y las palabras son el vínculo más fuerte entre las personas.
En un mundo cada vez más homogéneo, más o menos obsesionado con hablar "bien", o, mejor dicho, en señalar el error de otros, el idiolecto es una declaración de intenciones y de resistencia
En un mundo cada vez más homogéneo, más o menos obsesionado con hablar "bien", o, mejor dicho, en señalar el error de otros, el idiolecto es una declaración de intenciones y de resistencia. Es la prueba que no somos robots, que no hablamos todos igual porque no vivimos todos igual. Mantener viva esta lengua única no es solo un acto personal, sino un acto de dignidad colectiva. Cuando aceptamos nuestras preferencias, nuestros tics lingüísticos, nuestros errores y nuestras invenciones, decimos en el mundo que somos humanos y que la perfección no es nuestro objetivo, sino la autenticidad... Y ahora alguien dirá: "ya está bien que una filóloga y correctora diga todo eso... ¿Qué quiere decir, que tenemos que hablar mal?" ¡Noooo! Yo solo he escrito un artículo en que reflexiono romántica y melancólicamente sobre el uso de una lengua en el ámbito más íntimo y personal, un uso cotidiano e inofensivo, casero... ¿Es evidente que no hablo de utilizar barbarismos para escribir un discurso formal, verdad? Lo explico por si acaso, ya que hoy día se tiene que justificar todo. Ale, como diría mi yaya... ¡hasta la vista y hasta dentro de quince días, "si Déu vol"!