Con Moon safari tengo la sensación que a veces la música ha sido riesgo. Estuve estos días en una caseta en la Feria del Libro de Madrid. Jose Manuel Sebastián de Radio3 estaba a mi lado firmando un libro sobre Rock y revolución. El trabajo dice que el rock ya no es sinónimo de lucha, de vanguardia, de cambio. No me lo he leído, pero eso habla peor de mí que del ensayo, que tiene un pintón. Tengo la sensación de que nunca viví nada arriesgado. Ni el punk, ni la máquina, ni siquiera el folk en catalán, con el que sí coincidí. Lo más parecido a lo salvaje se dio con los primeros compases del mal llamado trap. La música urbana. Una música que, como mi generación, ya empezó con más ganas de triunfar que de trascender.

Lo más parecido a lo salvaje se dio con los primeros compases del mal llamado trap. La música urbana. Una música que, como mi generación, ya empezó con más ganas de triunfar que de trascender

Veía el otro día una entrevista de Jordi Wild a Rodrigo Cortés. Los dos estaban detestables en su papel. Uno, haciendo ver que había visto todo el cine del mundo y el otro hablando desde una atalaya intelectual. Decidan quién era cuál. Pero se acercaron a algo que me llamó la atención: ¿quién arriesga más, Yorgos Lanthimos con una película dirigida a una taquilla limitada? ¿o Cristopher Nolan en Oppenheimer cuando, tras cientos de millones de euros en inversión, decide que la explosión no debe de tener un sonido atronador? ¿El que le habla a unos pocos o a unos muchos? ¿Quién la puede cagar más? Al final, tomar decisiones arriesgadas, ¿se reduce entonces a cuánta zarpa artística metes respecto a las expectativas industriales de aquello entre manos? 

El riesgo de una generación

Moon Safari suena tremendamente agradable en 2024. Es melódico. Empastado, tiene ganas, un ímpetu, a lo Beach Boys. Y teclados de purpurina. Y atmósfera de grandes espacios. No parece que AIR haga veintiséis años que parieron un álbum que anticipó tantísimo (todo el downtempo) de lo que llegaría: All i need haría chovinista a cualquiera. El festival Sónar ha decidido arriesgar en su programación, a 2024, con los franceses. Arriesgar con un disco de 1998. Puede que el mercado festivalero esté agotado. Que todos los cabezas de cartel sean poco más que un cromo para el treintañero medio que quiere ver la historia de la música. Debe costar seleccionar entre tanto dominio de agencia ubicada en Londres, entre tanta migraña de revival post-punk y entre tanto coloso que sólo facturó un buen disco allá cuando la media del alquiler en Barcelona estaba por debajo de los 700 euros.

Moon Safari suena tremendamente agradable en 2024. Es melódico. Empastado, tiene ganas, un ímpetu, a lo Beach Boys. Y teclados de purpurina. Y atmósfera de grandes espacios. No parece que AIR haga veintiséis años que parieron un álbum que anticipó tantísimo

Los 43 minutos de Moon safari siguen sonando a riesgo. Porque el riesgo es mejor que tenga que ver con el buen gusto o el cánon que con lo económico. Porque si no, el riesgo en unos años lo marcará cualquier rapero con tatuajes en la cara. Tener tatuajes en la cara debe ser un disgusto colosal para una madre o un padre. Pero para el resto, todavía lo es más que una suerte de jazz-pop sea la vanguardia de la segunda década del siglo XXI. Que un festival que en principio debería abanderar las músicas más temerarias considere su escaparate el –maravilloso–You make it easy, debe ser el riesgo que nos ha tocado como generación.