“Pásame este. Y este. Son buenísimos, ¡pásamelos todos!”. Reconozco que me sumé al fenómeno de los stickers más tarde que pronto. Al principio quizás fue por mimetismo con el entorno, porque cómo podía ser que yo fuera de las pocas que todavía no tenía una colección de memes en la biblioteca de favoritos, pero ahora los utilizo para todo, tanto en contextos donde reina la coña y el desenfreno como en conversaciones formales. Se han convertido en una curiosidad transversal: las mil variedades de iconografía que corren por las redes aportan personalidad a cualquier conjunto de palabras frías porque ponen el recado entre las cuerdas del humor y la banalidad, siempre dispuestos a sacarle hierro a cualquier asunto y paliar los malentendidos que traen las conversaciones virtuales.

El psicólogo Albert Mehrabian acuñó en 1967 la regla conocida como 55-38-7: según ella, en las conversaciones emocionales en las que hay una incoherencia entre lo que se dice y el cómo se dice, siempre se da más peso a la gestualidad que a las palabras. Claro que en aquel momento todavía no existían ni los teléfonos móviles ni Internet y ahora el 85% de los usuarios digitales se comunican a través de aplicaciones como Whatsapp o Telegram. La comunicación no verbal ha vivido un reflote transformador que se ha cebado en el mundo digital: si los stickers y los memes se han convertido en una apuesta segura para tímidos y cobardes, lo que ha demostrado este fenómeno es su viabilidad como nueva modalidad comunicativa porque permite condensar reacciones en poco tiempo y matizar mensajes que, sin soporte gráfico, podrían malinterpretarse. ¿Pero los símbolos que usamos en los chats nos ayudan a entendernos o nos hacen esclavos de un lenguaje semántico más pobre?

Se han popularizado las fotos de animales con frases ingeniosas, los gifs de famosos bailando o los jetos de nuestros amigos diseñados por nosotros y que convertimos en respuesta inmediata ante cualquier reacción, pero estas puntualizaciones comunicativas que pretenden los stickers ya empezaron a gestarse hace cuatro décadas para mejorar la comprensión entre los usuarios digitales. A principios de los 80, los emoticonos complementaban frases con caras sonrientes o tristes hechas con signos de puntuación que añadían peso dramático al contexto, transformando la manera de transmitir las ideas en un entorno ciber. A finales de los 90 aparecieron los emojis en Japón, mucho más realistas y visuales y con más signos para matizar la información que más tarde cristalizarían en los populares SMS: según la Comisión Nacional de los Mercados y la Competencia, en 2004 se intercambiaron 12.821 millones de mensajes de texto, una cifra que 11 años después cayó en un 85%.

El 85% de los usuarios digitales utiliza apps de mensajería instantánea como Whatsapp o Telegram. / Pexels

“La comunicación escrita o digital pierde los matices que tiene la tristeza o la alegría, el hacer una broma, y todo esto lo tienes que complementar con estas herramientas que te permiten situar muy rápidamente aquello que estás hablando y ponerlo en contexto”, explica Ricard Faura, tecno antropólogo y jefe del Servei d’Inclusió i Capacitació Digital de la Generalitat de Catalunya. Las posturas y el tono de voz que usamos cuando hablamos son aclaraciones extras para el interlocutor, así que su sustitución en las plataformas o redes digitales es crucial para que no se pierda ninguna información por el camino. Esa necesidad de ser fieles a la realidad a través de símbolos gráficos también se percibe en la evolución de los emojis y por eso cada cierto tiempo se introducen actualizaciones para que los emoticonos sean un refllejo real de la sociedad y sean inclusivos con la diversidad sexual, racial y cultural, además de actuar como un alfabeto universal con el que podemos comunicarnos con personas que hablen cualquier idioma.

Ricard Faura: "Si tú lanzas un mensaje a 25 personas es muy posible que unos se lo tomen de una manera y otros de otra o que lo interpreten diferente, y estas herramientas permiten reducir este riesgo"

Además, la masificación de contenido apoyada en la globalización informativa que generan las redes sociales ha precipitado que las dinámicas comunicativas hayan tenido que reinventarse para poder dar respuesta a las nuevas necesidades, porque no es lo mismo transmitirle un mensaje a una persona que a una gran comunidad. “Si tú lanzas un mensaje a 25 personas es muy posible que unos se lo tomen de una manera y otros de otra o que lo interpreten diferente, y estas herramientas permiten reducir este riesgo y que la interpretación no quede tan abierta porque se ponen las bases del contexto en el que estás hablando”, resume Faura, que defiende que los sistemas de comunicación se tienen que ir adaptando constantemente a los nuevos paradigmas.

Unos 435 millones de personas en todo el mundo son adictos a cualquier aparato conectado a Internet, según un estudio de la Universidad de Hong Kong. / Roman Odintsov

Los contras de la inmediatez

La tiranía de la inmediatez se ha colado en unas sociedades hiper conectadas que lo quieren todo y lo quieren ya, tendiendo a la rapidez y a la economía del tiempo como placebo para no sufrir episodios de ansiedad. La forma en la que nos comunicamos es víctima de ello en primer grado porque donde no hay tiempo para palabras, debe haber espacio para formatos que permitan conciliar el mensaje sin perder tiempo ni tergiversar el mensaje. Por eso se han cambiado las llamadas por notas de voz independientes y los SMS por conversaciones en streaming. El tecno antropólogo considera que el uso de las tecnologías en las rutinas diarias comunicativas “invade a todo el mundo, tanto a jóvenes como a adultos; las prioridades a la hora de comunicar son totalmente diferentes y deberíamos ser capaces de sumar lo mejor de cada mundo, porque es una evolución que no vamos a parar”. Sin embargo, ya se empiezan a ver los estragos que esto puede causar en las capacidades comunicativas y relacionales y los datos son alarmantes: un estudio francés publicado en la revista académica Acta Paediatrica estableció una relación entre la excesiva exposición a las pantallas y los problemas de lenguaje en los más pequeños, y concluyó que “los niños que se han expuesto a pantallas desde los primeros años tienen una menor interacción emocional con sus semejantes, algo que es necesario para adquirir habilidades como el desarrollo psicomotor o el desarrollo del lenguaje”.

Un estudio francés concluyó que "los niños que se han expuesto a pantallas desde los primeros años tienen una menor interacción emocional con sus semejantes, algo que es necesario para adquirir habilidades como el desarrollo psicomotor o el desarrollo del lenguaje"

Esta corrida imparable hacia adelante - amplificada por un confinamiento en el que las pantallas fueron el gran salvoconducto del entretenimiento - presagia la necesidad de adoptar mecanismos educativos que reduzcan el inminente impacto negativo que ya se empieza a entrever por el abuso de los dispositivos electrónicos a medio y largo plazo. Aunque las nuevas demandas explican el desarrollo sistemático de stickers, emoticonos o cualquier símbolo que facilite la comprensión del mensaje en entornos digitales, con el auge de las nuevas tecnologías se ha extendido casi en paralelo un trastorno descontrolado que se ha tipificado como la nueva epidemia silenciosa del siglo XXI: la adicción a los móviles. Según un estudio de 2021 realizado en la Universidad de Hong Kong, el 6% de la población mundial depende de forma enfermiza de los dispositivos conectados a Internet, unos 435 millones de personas. En España, casi un 8% de la población se considera adicta a sus aparatos.