A veces intento imaginar cómo me tomaré ir haciéndome vieja (la vejez del cuerpo, quiero decir). Quizás de una manera no muy diferente de cómo he asumido el pelo cada vez más blanco y el tinte casi mensual. He visto La sustancia, que dirige Coralie Fargeat y protagonizan Demi Moore y Margaret Qualley, que he sabido que es la hija de Andie MacDowell. Y ahora solo tengo ganas de hablar de ello. Y lo quiero hacer un poco aquí, pero sin spoilers, que la gracia es que la veáis teniendo el mínimo de información posible. El tema, que por poco que hayáis leído sobre la película sabréis, es la presión estética femenina; la exigencia de la belleza, que se tiene que alejar siempre, tanto como pueda, de la vejez. La historia acaba siendo un cuento oscuro y grotesco y violento que te absorbe y te aplasta de la misma manera que la sustancia lo hace con la protagonista.

Desde que la he visto, que la cabeza no ha parado de darme vueltas. Y pienso en aquella foto de la Demi Moore en un desfile de Fendi, hace unos años, retocada y extraña, con unas líneas que le salían de los labios hacia las mejillas. Fargeat no podría haber escogido a una protagonista mejor. Pienso en la piel súper lisa de Margaret Qualley bajo el maillot rosa brillante y diciendo "contract!" mientras aprieta el culo. Pienso en mis alumnas que dicen que se operarían esto y aquello. Pienso en el rato largo de mala leche después de ver un vídeo mío de una charla dónde se me veía celulitis en el muslo. Pienso en las manos de mi abuela y en cómo se maquilló para ir a la boda de mi hermano. Pienso en la Presley. Pienso en las crisis en clase cuando nos sacamos la mascarilla y nos volvimos a ver los bigotes y los dientes. Pienso en el dinero que me cuesta una crema con retinol que me pongo cada día por la noche. Y en cómo me maquillo, por la mañana, aunque empiece las clases a las ocho y a veces sacrifique el santo café. Pienso en cuando era adolescente y estaba convencida de que me habría dejado arrancar un dedo por ser la guapa. También habla de esto, La sustancia. De cómo necesitamos que nos adoren para admirarnos: de cómo el amor propio reside terriblemente en la mirada de los otros y como, aquí, los otros son los hombres. Qué bonito lo sabe hacer la directora por articular una película que mira desde aquí (y te hace admirar la belleza inapelable de la juventud a ritmo de videoclip desde estos ojos) justamente para criticar hasta dónde somos capaces de destriparnos y de recosernos.

Pienso en mis alumnas que dicen que se operarían esto y aquello; pienso en el rato largo de mala leche después de ver un vídeo mío de una charla dónde se me veía celulitis en el muslo

Nuestro mundo funciona así. Qué bien, que lo hayamos sabido identificar. Pero me pregunto hasta dónde lo hemos empezado a resquebrajar. Hemos entendido la idea, la teoría: el valor del cuerpo que puede acabar siendo una obsesión, los cánones imposibles. Hemos visibilizado lo que está fuera de la norma. Saberlo nos hace más libres, sin duda. Pero después (mis amigas, mis alumnas, yo y quizás también tú que me lees) buscamos en las fotos la versión inexistente de nosotras mismas y nos sabemos de memoria las rutinas de skincare y las posibilidades del ácido hialurónico. Pienso en qué nos dejaríamos arrancar con el fin de parar el tiempo. Seguro que más de lo que estaríamos dispuestas a reconocer. Pero no para tener más días para vivir, sino para que las arrugas no demuestren que los hemos vivido. "La sociedad es una conspiración contra la belleza", decía Wilde en El retrato de Dorian Gray.