Los cursos de catalán y, especialmente, los títulos oficiales como el C2, se han convertido en una exigencia formal en muchos ámbitos profesionales, especialmente en la administración pública y en sectores educativos. Sin embargo, existe una realidad preocupante detrás de estos certificados: para mucha gente, la obtención de estos títulos es poco más que un trámite burocrático, un trámite desconectado de cualquier auténtico interés por la lengua catalana o por su preservación y fomento.
Es evidente que dominar el catalán tendría que ser un requisito para trabajar en determinados sectores, sobre todo cuando la lengua es fundamental para la comunicación o la atención al público. No obstante, el problema radica en cómo se enfoca el aprendizaje del catalán en estos cursos. A menudo, más que promover un verdadero dominio de la lengua y una implicación en su cultura, el sistema está diseñado para producir una aprobación masiva y acelerada de los exámenes oficiales. Eso hace que muchos asistentes a los cursos no tengan un interés real en mejorar sus competencias lingüísticas o en comprender la riqueza cultural que acompaña la lengua catalana: simplemente necesitan el título para conservar u obtener un trabajo.
El caso del C2 de catalán, antiguamente conocido como el nivel D (aunque el C2 no es ni mucho menos como era el nivel D), es un buen ejemplo de esta dinámica. Este título, que representa el máximo nivel de competencia lingüística, es requisito indispensable para maestros, profesores y otros funcionarios públicos. Eso, en principio, sería positivo, ya que aseguraría que los trabajadores tuvieran una competencia lingüística excelente. Pero, en realidad, para muchos candidatos, el C2 no es más que un obstáculo que hace falta superar. Así, la formación se convierte en una carrera a contrarreloj para alcanzar un conocimiento técnico que permita aprobar el examen, sin tener en cuenta el aprendizaje profundo de la lengua ni su uso activo y espontáneo.
Esta situación crea una paradoja. Por una parte, se pide un nivel de catalán elevado para determinadas profesiones, pero, por otra, el sistema de certificación no consigue motivar un verdadero interés por el uso diario del catalán. En lugar de fomentar una auténtica inmersión lingüística o una implicación en la comunidad catalanohablante, se está fomentando una mentalidad de "superar el examen" y ya. Esta actitud desvirtúa el propósito de la certificación y puede crear una sensación de desconexión con la lengua, ya que no se ve como una herramienta de comunicación viva, sino como un requisito legal o administrativo que, encima, es obligatorio.
Habrá que preguntarse si los cursos y certificados actuales están cumpliendo con su función de promover la lengua o si, en cambio, están contribuyendo a una visión reduccionista del catalán como un simple requisito burocrático
El problema no es solo del alumnado, sino también el modelo de los cursos. Los cursos de preparación para estos títulos a menudo están centrados exclusivamente en el aprendizaje de las reglas gramaticales y ortográficas, dejando de lado la parte comunicativa y cultural que tendría que ser igualmente relevante. Si bien es importante conocer la normativa lingüística, la enseñanza tendría que fomentar también una comprensión más amplia del catalán como lengua viva, promoviendo su uso práctico y cotidiano, así como la reflexión sobre el papel de la lengua en la sociedad catalana.
Por otra parte, el sistema actual no parece hacer suficiente para combatir la desigualdad que este enfoque crea. No todo el mundo tiene las mismas facilidades para acceder a la formación o para superar exámenes, que, a veces, pueden ser excesivamente técnicos. Eso puede generar situaciones en las que trabajadores competentes en otros aspectos se ven penalizados por no poder alcanzar un título lingüístico que quizás no refleja del todo su competencia comunicativa real. Así, el foco se desplaza del uso funcional y natural de la lengua a la capacidad de superar una prueba específica. En este contexto, habrá que preguntarse si los cursos y certificados actuales están cumpliendo con su función de promover la lengua o si, en cambio, están contribuyendo a una visión reduccionista del catalán como un simple requisito burocrático.
Así pues, veo necesario que reformulemos y repensemos como se enfoca la enseñanza del catalán. Quizás tendríamos que fomentar una actitud más abierta e inclusiva hacia la lengua, que no solo se base en la necesidad de superar un examen y obtener el aprobado y el título correspondiente, sino también el hecho de sentirse realmente parte de la comunidad catalanohablante y tener ganas de mantener viva la lengua en su día a día. Si no somos capaces de motivar este interés genuino, el sistema de certificación acabará por convertirse en una barrera, más que no en una herramienta de promoción del catalán.