No es ningún libro de terror. Tampoco es ninguna historia de amor, por mucho que la versión de Francis Ford Coppola se preocupe por hacérnoslo creer. Drácula es, fundamentalmente, un libro sobre anfitriones de mierda. Sobre gente que te invita a cenar sin arremangarse en la cocina, que pide comida para llevar, y que encima te hace pagar la parte proporcional. Drácula es el hijo de puta que te sienta a comer y después te pide una transferencia por Bizum. Drácula es sushi en bandejas de plástico y fideuá de chiringuito, porque quien te tenía que recibir a comer se ha pasado la mañana en la playa. El libro de Bram Stoker, recuperado recientemente por Viena Edicions, se abre con la experiencia de Jonathan Harker en Transilvania, invitado por Drácula para arreglar el papeleo de una propiedad que el conde ha adquirido en Londres.
Drácula es un libro sobre anfitriones de mierda
En pocas páginas, Harker pasa de huésped involuntario a víctima de un secuestro, sin ninguna posibilidad de abandonar el castillo del vampiro. La angustia de Harker es contemporánea, porque atraviesa océanos de tiempo para alertarnos de cómo el siglo XX, entonces inminente, se definiría por la muerte del altruismo, que no es otra cosa que la muerte civil de Dios. Por eso los personajes que creen, en la novela, tienen que actuar con nocturnidad y alevosía, colándose en cementerios donde ya no queda nadie más que no muertos, y entonces blandir cruces, y entonces hacer muros de contención con hostias consagradas. Drácula nos habla de cómo la fe se convertirá en una subcultura.
Lo segundo es chingarte, lo primero Dios
La única vez que mi abuela me ha pillado mientras follaba, ni siquiera estaba follando en su casa. Nunca he echado un polvo en casa mi abuela. Yo estaba en casa de mis padres, pero en ningún caso debería haver estado allí: aquella mañana había hecho novillos con el único objetivo de mojar el churro. Cuando oímos cómo se abría la puerta del recibidor, mi pareja de por aquel entonces se escondió convenientemente bajo las sábanas, mientras yo me ponía unos pantalones de chándal e iba al comedor, para detener a quien fuera de seguir avanzando piso adentro. Al llegar, encontré a mi abuela y una amiga suya, la señora Ana. «Hemos salido a caminar, y como tu casa nos venía de camino, hemos subido a hacer las camas». Durante muchos años y con el codo apoyado en la barra, he explicado esta anécdota con sorna, despreciando lo entrometida que podía llegar a ser aquella mujer.
El siglo XX se definirá por la muerte del altruismo, que no es otra cosa que la muerte civil de Dios
En la parte política de mi familia, este menosprecio era troncal: cuando llenó la nevera de mis tíos el día antes de que devolvieran de vacaciones, lo primero que hizo su nuera, antes incluso de deshacer las maletas, fue vaciar el frigorífico, meterlo todo en bolsas y devolverle a mi abuela hasta el último calabacín. Un acto de independencia personal, contra la vieja que aprovechaba los espacios puntualmente deshabitados —como los héroes que en la novela de Stoker finan vampiros en cementerios ya cerrados con cerradura y cerrojo— para hacer lo que creía que tenía que hacer, que siempre era el bien.
He tardado 32 años, y 500 páginas de terror gótico, en entenderlo. El significado real de guardar las mejores galletas por si acaso vienen visitas. La profundidad de madrugar para ir a la playa y marcharse cuando llega la gente, aquellos que comerán fideuá a tu costa. La narrativa tras los puñetazos para pagar la cuenta. Creer que sacrificarse es asumir un precio menor que el de no hacerlo. Creer. Mi abuela, como los personajes de Drácula que plantan cara al monstruo, creía. Su sentido de la responsabilidad estaba calibrado por una fe que a mí me falta, pero que ya no puedo obviar con la frente alta: la carencia, esta carencia, ahora es una piedra en el zapato.
He tardado 32 años en entenderlo: sacrificarse es asumir un precio menor que el de no hacerlo
A mi abuela la va carcomiendo el alzhéimer, el nicho de mi abuelo está sucio y la calabaza de supermercado con pegatinas de murciélago ya hace días que se pudre en el balcón. A ti tampoco tiene por qué gustarte, todo esto. A Arthur Holmwood tampoco le gustó, tener que coger una estaca, apoyarla en el pecho de Lucy Westenra, a la chica a quien había prometido amor eterno antes de que la mordiera aquel mal bicho, aquel demonio que se extendía como un cáncer por todo Londres, y picar con un martillo repetidamente, perforándole un corazón que latía por inercia, sin amar a nadie; corazón de no-viva. A Arthur Holmwood de Drácula tampoco le gustó mojarnos a todos con sangre en aquel mausoleo, pero no se detuvo: martillo arriba, martillo abajo, martillo arriba, martillo abajo. Mi abuela habría hecho lo mismo.
Antony Flew, George Wald, C Tangana
Mi literatura favorita está en los comentarios de Facebook de los hospitales con orden religiosa detrás. Los posts nunca enarbolan el hecho religioso, pero eso no detiene a su audiencia digital. "Gracias Dios mío, y mi Jesús de Nazaret, por dar luz y guiar a los médicos que son tan buenos profesionales en el camino de curación de este niño”. Dar luz y guiar: no encontrarás ninguna optativa que te convalide eso, en la facultad de medicina. En las páginas de Drácula, los primeros en asumir la empresa de acabar con el vampiro son precisamente dos hombres de ciencia: los doctores en medicina John Seward y Abraham van Helsing. Bram Stoker rompe así el tabú que hace presuntamente irreconciliables religión y razón.
Mi literatura favorita está en los comentarios de Facebook de los hospitales con orden religiosa
Posiblemente no estaría haciendo esta lectura sin haber leído, en paralelo a Drácula, las Diez razones para creer en Dios (Albada Editorial). En este decálogo, Oriol Jara confiesa al lector los fundamentos de su fe, hablándonos de cómo pensamiento científico y pensamiento religioso pueden convivir. Jara nos habla de Antony Flew, el exponente más destacable del ateísmo filosófico de la segunda mitad del siglo XX, a quien la ciencia y la filosofía acabaron haciéndole constatar que, en sus palabras, el descubrimiento mayor de la ciencia del siglo XXI era Dios. En las palabras de George Wald, Nobel de Medicina que también aparece citado en el libro: "No quiero creer en Dios, por eso escojo creer lo que es científicamente imposible, que la vida surgió espontáneamente por azar". En las de C Tangana, quizás también en las mías: "Yo era ateo, pero ahora creo".