Una de las principales virtudes de The Crown son sus sutilezas. Durante sus cuatro primeras temporadas, esta serie jugaba muy bien con aquellos detalles, a menudo íntimos o incluso anecdóticos, que ayudaban a entender mejor el marco histórico donde transcurre la acción. El episodio dedicado a la tragedia minera y la gestión del luto era un brillante ejemplo. Es decir, que se nutre de la tensión entre lo que sabemos de una cosa, porque tenemos conciencia de haberla vivido o tenemos una buena hemeroteca, y como esta se representa en un relato de ficción. Hemos visto hechos reales, pero siempre dramatizados y, en consecuencia, legítimamente adaptados a sus necesidades narrativas. Lo primero que se tiene que decir de la quinta temporada, pues, es que se desinfla con respecto a sus predecesoras porque justamente se vuelve mucho más obvia y discursiva. Abre debates interesantísimos y muy modernos (la degradación de la monarquía, la dificultad en conciliar esfera pública y privada, las malas artes de los poderes fácticos, la falta de empatía) pero los estructura de una manera muy dispersa y raramente explicativa.
Sólo hace falta ver cómo utiliza algunos de sus recursos. The Crown siempre se ha servido de montajes paralelos para subrayar analogías y mensajes, pero aquí lo hace de una manera tan tozuda y torpe que llega a molestar; la serie siempre se ha servido de las tramas secundarias para apuntalar la evolución de los personajes principales, pero aquí desaparecen demasiado de escena y hay hilos argumentales que están más pendientes de ser fieles a la realidad (o a la realidad que vendían las revistas del corazón) que no de su verdadera funcionalidad dramática; y siempre se las ha arreglado para sostener el interés de la historia a lo largo de diez episodios, pero aquí cae en tantas redundancias que acabas mirando más el reloj de lo que te esperabas. Y lo más importante, si bien el cambio de actriz para interpretar a Elisabet II es afortunado (Imelda Staunton siempre ha sido una gran actriz), el personaje de la Reina en su conjunto no alcanza el foco ni la intensidad de las anteriores temporadas. De hecho, en la primera mitad de temporada parece casi testimonial.
La quinta temporada es un gran prólogo de lo que vendrá
Eso no quiere decir que la quinta de The Crown no sea recomendable, porque sigue teniendo grandes momentos y sabe cómo mantener tu atención, pero sí que evidencia en exceso que es un gran prólogo para la temporada que pondrá toda la carne en la parrilla. Destaca, en este sentido, el buen trabajo poniendo en escena la brecha entre dos mundos: por una parte, la monarquía, este mundo caduco y arremolinado en su instinto de preservación que no quiere mirar hacia el futuro, y Diana de Gales, personaje que pasa a vivir definitivamente en un mundo inhóspito de interiores asfixiantes y relaciones permeables.
Los hitos y los errores de la quinta temporada quedan perfectamente resumidos en sus personajes principales y los actores que los interpretan: mientras Dominic West no consigue trascenderse a él mismo y se le nota en todo momento que prueba de parecerse a alguien, Elizabeth Debicki obra el milagro de capturar toda la esencia de Lady Di centrándose en sus particularidades. El contraste entre ellos y el universo que representan, que articula buena parte de la narración, es el que acaba valiendo más la pena de la historia, que tenía el reto evidente de documentar unos acontecimientos que el espectador percibe como próximos. Quizás este es el problema que empieza a tener The Crown, que ha tomado demasiada conciencia de ella misma y se empeña en ser lo que se le pide que sea.