Dado que se trata de una dramatización del reinado de Isabel II, la evolución de The Crown ha pasado de la sensación de una (excelente) reconstrucción histórica a una recreación de hechos y personajes que cada vez nos son más próximos, porque apelan a resonancias muy vivas en nuestro presente. Y si justamente se ha consolidado como la gran serie que es, se debe a que sus responsables han entendido el valor del simbolismo y la atención al detalle como instrumentos narrativos, porque de lo que se trata es de dotar el gesto de significado para ilustrar las causas y efectos de situaciones muy documentadas o, como mínimo, lo bastante conocidas. La cuarta temporada era, en este sentido, la más desafiante. Situada en los años 80, incorpora dos iconos como Margaret Thatcher y Lady Di, y las erige en contrapunto de la monarquía, de su incapacidad para escapar de las convenciones y aceptar las reglas de los nuevos tiempos. Es por eso que la cuarta de The Crown es, seguramente, una de las temporadas más arriesgadas y también más redondas, en tanto que conjuga lo que ya sabemos y lo que nunca hemos sabido con una deslumbrante armonía formal.
Thatcher es, en esencia, el espléndido pretexto para seguir profundizando en uno de los grandes temas de la serie: la tensión entre la vida pública y la privada. Las audiencias entre la Primera Ministra y la Reina son impagables, y el diálogo consigue condensar todas las contradicciones de ambos personajes, que a su vez son la metáfora de la difícil convivencia entre dos maneras de percibir la realidad. Con respecto a Lady Di, está en su tratamiento donde reside la gran aportación de esta temporada con respecto a las anteriores. El guionista Peter Morgan endurece su crítica a la insistencia de la monarquía a vivir anclada en los viejos esquemas y convierte a la Princesa de Gales en el demiurgo de un viaje mucho angustiando por los rincones más enrarecidos de una institución que ahoga todo anhelo de normalidad. No es el único personaje que sirve a este discurso. Sólo hay que ver el devastador episodio dedicado a unas primas apartadas de la luz pública, o aquellas escenas en qué queda claro que en una monarquía todo, absolutamente todo, gira en torno a la preservación de una idea, aunque sea a costa de la humanidad de quien lo orbita.
The Crown vuelve a ser, más que nunca, de sus actrices. Podría parecer que Olivia Colman y Helena Bonham Carter pierden peso con respecto a la anterior temporada, pero están inmensas a la hora de hacer crecer los respectivos papeles a partir de su relación con las nuevas tramas. Emma Corrin es todo un descubrimiento en la piel de Lady Di, ya que sabe reproducir la dimensión mítica y, al mismo tiempo, llenarla de aquellos matices que la hacen creíble más allá del valor iconográfico. Pero el verdadero reto es el que tiene, y supera con creces, Gillian Anderson. Aparte que ya teníamos un referente visual más o menos próximo (el de la gran Meryl Streep en la mediocre La dama de hierro), la protagonista de The Fall apuesta fuerte por una recreación hiperbólica de Thatcher, haciéndola evolucionar del personaje a la persona porque es exactamente así como la Primera Ministra trató su propia imagen. Es, esta progresión, la que acaba definiendo la misma serie, un magnífico recorrido por las costuras de una representación que fagocita a sus protagonistas.