Puede haber la tentación de pensar que el secreto del éxito de la primera temporada de The Last of Us era que, en el fondo, el videojuego en el que se inspiraba ya contenía en sí mismo una gran serie. Es decir, que al final el reto era saber respetar las ideas y la idiosincrasia de su fuente original, y que el reparto y el apartado técnico hacían el resto. Pero es justo lo contrario: precisamente por el sustrato dramático y la conexión emocional que establecía el videojuego, la serie suponía un desafío descomunal del que sus responsables salieron más que airosos. De hecho, la serie era todavía mejor cuando se alejaba del camino marcado por el juego y se dedicaba a explorar las posibilidades de su imaginario buscando una personalidad propia. El tan comentado (y extraordinario) tercer episodio es un claro ejemplo de ello.

Todo es una cuestión de matices

La segunda temporada lo tiene aún más difícil. Sin entrar en más detalles de los necesarios, The Last of Us Part II no solo es uno de los mejores videojuegos jamás creados, sino que introduce al menos dos variantes que lo convierten en una adaptación muy arriesgada. Primero, un devastador giro argumental durante el primer acto que subvertía el núcleo dramático de la primera entrega. Segundo, un cambio (inesperado) de punto de vista que te obligaba a mantener un intenso y desgarrador debate sobre la moralidad del propio jugador. ¿Cómo adaptar ideas tan propias del videojuego a una serie? Ese es y será el desafío a partir de ahora. Y si bien la segunda temporada de la serie introduce unas cuantas novedades, sobre todo en lo que respecta a las tensiones de los personajes y sus respectivos traumas, su primer episodio deja muy claro que sus responsables logran, una vez más, dejarnos con el corazón en un puño.

Los matices son, precisamente, lo que convierte a The Last of Us en una de las mejores series en emisión

El regreso de The Last of Us ofrece muchas pistas sobre los dos registros que tendrá esta temporada. El más intimista está claramente orientado a expandir los conflictos dramáticos del videojuego y acierta de lleno en la forma y el fondo: como en la primera temporada, vuela especialmente alto cuando busca (y encuentra) formas propias para profundizar en los personajes. El registro más terrorífico sigue siendo una excelente actualización de los relatos distópicos y saca todavía más provecho de la puesta en escena de los infectados. Solo hace falta ver, en este sentido, cómo conviven las necesarias revelaciones sobre el imaginario de la serie con esa sensación tan sobrecogedora de la inminencia de una tragedia. Por supuesto, quien haya jugado al videojuego va un paso por delante de la trama, pero Craig Mazin y su equipo lo trabajan con la suficiente inteligencia como para que la serie capte la atención de conocedores y no iniciados con la misma intensidad. Todo esto no sería posible sin las grandes interpretaciones de Bella Ramsey y Pedro Pascal, que ya dominan por completo sus papeles, y sobre todo de Kaitlyn Dever. Interpretar a Abby era un regalo envenenado que la actriz afronta con su habitual convicción. La tercera temporada ya ha sido anunciada, y es una muy buena noticia porque el segundo videojuego merecía una adaptación que incluyera los numerosos matices de la historia. Al fin y al cabo, los matices son, precisamente, lo que convierte a The Last of Us en una de las mejores series en emisión.