Decía Ernesto "Che" Guevara que la muerte revolucionaria es una realidad, mientras que la victoria es un sueño. Bakunin, en cambio, opinaba que la única muerte digna de la revolución es aquella que ha sido juzgada y sentenciada. Mao, sin embargo, creía que morir por causas reaccionarias es más ligero que una pluma. No sabemos si el creador de la serie The White Lotus, Mike White, conocía alguna de estas míticas sentencias, pero lo que parece evidente es que la magnífica ficción de HBO ambientada en un resort de Hawai también permite entender la muerte como una liberación, casi como un acto revolucionario sin la necesidad de proclamas, banderas o puños alzados.
Unos tanto, otros tan poco
Que la muerte sea el punto de inicio en una serie sobre las vacaciones paradisiacas de un grupo de blancos ricos sería más digno de un libro de Agatha Crhistie que de una ficción que haría las delicias de Chuck Pahlaniuk, pero sin embargo el punto de partida es una muerte sin entierros con honores de estado, rosas encima del féretro ni sindicalistas haciendo huelga para decir un último adiós. Una muerte que en el segundo capítulo ya casi no se recuerda. Nada es lo que parece, eso sí, tampoco que el simpático microcosmos del hotel The White Lotus, en primera línea de mar y con todos los lujos posibles, se convertirá capítulo tras capítulo en una cruda y satírica analogía del mundo real, donde la lucha de clases, las diferencias económicas, la apropiación cultural y el imperialismo afloran en cada historia, cada diálogo y cada secuencia protagonizada por los habitantes del hotel.
Por una parte, los turistas. Del otro, los encargados de trabajar para ellos. Todos hemos sido en algún momento turistas vacacionales, aunque sea en una pensión humilde de Torredembarra o en un bar casero de Gósol. Todos, también, hemos sido turistas gracias al dinero que habíamos ganado siendo trabajadores de alguien, es decir, vendiendo nuestra fuerza de trabajo para el beneficio de alguien superior a cambio de un poquito de dinero. Es la historia de la humanidad y es tan antigua como el viento, como antigua es también la guerra generada entre aquellos que más tienen y aquellos que sufren por tener algo, se diga esclavismo, feudalismo o capitalismo. En The White Lotus, por ejemplo, se podria llamar servidumbre: conserjes, camareros, masajistas o artistas dedicados únicamente a hacer realidad los deseos de los clientes del hotel, a servirles día y noche con el fin de cumplir sus demandas, renunciando a la vida propia con el fin de satisfacer la vida de unos clientes que son tan pobres que sólo tienen dinero.
De eso trata realmente la serie: de poner el foco en la naturaleza humana que nos divide como especie. La paradoja es que, aquí, los huéspedes adinerados actúan como los más desesperados de todos, mientras que los trabajadores, que son los auténticamente desesperados para sacar adelante su vida, se dedican sobre todo a ofrecerles todo aquello que no se puede comprar con dólares: consejos, aventuras o, sobre todo, otra manera de ver el mundo. "Alguien tiene que arreglar los desastres de las personas importantes", exclama con resignación el director del hotel, Armond (Murray Barlett), después de que el millonario Shane Patton, maleducado y heredero de un imperio familiar, le monte un cristo porque no duerme en la suite más lujosa del hotel. Patton acaba durmiendo en la tan anhelada habitación, ya que si alguna cosa deja clara la serie es que los poderosos, con dinero o sin dinero por medio, siempre se bacaban saliendo con la suya.
El conflicto circular
Todos los personajes, tanto los clientes como los trabajadores, viven una evolución a lo largo de los seis capítulos. Algunos, lineal, como el mismo Patton. Otros, circular, como su mujer, Rachel, una nueva rica que inicialmente no acepta su rol, pero finalmente acaba declinando. Lo mismo pasa con la masajista Belinda, que parece estancada en su papel de criada de los clientes. Unos cuantos personajes, sin embargo, viven una evolución divergente o, incluso, revolucionaria: la de abrir los ojos, darse cuenta del conflicto y actuar. Son ellos realmente los que dotan a la trama de músculo ideológico. Por ejemplo, los que se dan cuenta de que convertir sus danzas tribales hawaianas en un producto de espectáculo es insultar a la cultura nativa. También los que se dan cuenta de que vivir con el bolsillo lleno, pero enganchados al materialismo de un teléfono móvil o una videoconsola, es también una forma de esclavitud con uno mismo, recordándonos que cuando los teléfonos estaban sujetos a un cable, los humanos éramos más libres. O, sobre todo, los que se dan cuenta de que beber o drogarse no son trampolines a la libertad, sino simples formas para evadirse de la alienación.
Escribir este artículo sin hacer spoilers es más difícil que hablar del marxismo sin utilizar palabras densas, gruesas y tan aburridas como una rebanada de pan sin sal, por eso lo más sencillo es volver a la escena inicial del primer capítulo, que también es la escena final del último de la serie. The White Lotus, como la Historia, como la lucha de clases o como la rutina, es cíclica, por eso de aquella muerte de la cual se nos avisa al principio no sabemos nada, pero sin sospecharlo, en el último capítulo acabaremos siendo nosotros los responsables de valorar si se trata o no de una muerte revolucionaria. O sea, si la víctima es cobardemente arrollada por el sistema o si, en cambio, muere heroicamente después de haberse liberado de él, mostrándonos así el enésimo conflicto de dualidades en esta serie tan cómica como trágica. Tan diáfana como densa. Tan pasajera como reflexiva. En definitiva, tan brillante que haría las delicias de Karl Marx, Fredrich Engels o Lenin, pero sin duda también de Adam Smith, Henry Ford o Friedrich Hayek. Una obra de arte con múltiples interpretaciones es una obra maestra, como dijo Orson Welles, por lo tanto, si la persona encargada de pagarte el sueldo y tú entendéis igual la serie, felicidades. Si la persona a quien pagas para que trabaje a tu servicio la entiende igual que tú, también felicidades. Si no es así, sin embargo, ánimos. Ya se sabe: como dice La Internacional, todo el mundo es de guerra un clamor.