Seguramente, todavía os queda algún trozo de mona en la nevera. A mí, de pequeña, no me gustaban nada. Me daban pereza y me hacían bola. Eran enormes. Quizás pesaban ocho o diez kilos, que la mantequilla pesa como el cemento. Eran fascinantes de mirar, eso sí. Con aquellas crestas y aquellas ondulaciones cremosas que acababan con una flor de azúcar. Encima, una figura de chocolate que sabía mal romper y que al cabo de los días se iba decolorando. Parece mentira, como puede no gustarte nada una cosa y que siempre se acabe girando la tortilla. Es como la verdura, el queso fuerte o los padres. Creces y te acaban gustando.
De pequeña también me pasaba que no entendía que mi abuela fuera la madre de mi madre. Las relaciones de parentesco y aquel fanatismo posesivo de los niños: "mi madre es mía", le contestaba siempre. Y todavía entendía menos cuándo la otra abuela, porque me dejaba el interruptor encendido, me decía que la luz era un ladrón. Imaginaba a un tipo vestido de negro con antifaz dentro de la lámpara. Que complicado todo, especialmente el sentido figurado. Carner lo sabe explicar precioso. En Com les maduixes dice que la niña protagonista mira "com belluga l’airet ombres lleugeres" y que "creu que el cel s’acaba darrere del jardí". El airecillo no mueve las sombras, mueve las ramas que dan las sombras. Y el cielo, te das cuenta más adelante, justo empieza donde acaba el jardín.
Te empiezan a gustar cosas que no te gustaban en la medida en que te vas dando cuenta de que tus padres son más imperfectos de lo que pensabas
No sé cuándo debe haber el primer clic. Saltar a la nueva casilla. Quizás el día que ya no quieres mona y a cambio pides al padrino una sudadera de Loreak Mendian. Te empiezan a gustar cosas que no te gustaban en la medida en que te vas dando cuenta de que tus padres son más imperfectos de lo que pensabas y te desenganchas en la misma proporción que ves lo que, sin ellos, la vida tiene para ofrecerte. Quizás es el primer gran desengaño que vivimos. Que los quisieras solo para ti y que empieces a no soportarlos. Despertar del fanatismo. Las prohibiciones. Y punto. Si llegas más tarde de las dos, tú misma. Mañana no sales. Es un péndulo, como tantas cosas en la vida. Con el tiempo te acaban gustando otra vez y medio puedes entender que te hicieran la vida imposible cuando solo querías que llegara el sábado por la noche para gastarte el dinero que no tenías en Vodka con naranja. O los que te había dado el padrino cuando ya no querías ni sudadera en vez de mona. Puedes imaginarte el peligro de sentirte mayor sin serlo solo cuando lo eres de verdad.
Ahora todavía no lo quieres pensar, pero al final serás tú que les llevarás dulces de kilo para hacerlos contentos y que les explicarás los sentidos figurados cuando ya se les difuminen un poco las palabras. El tiempo también es un ladrón. Pero ahora todavía no. Ahora no está ni la grieta en el huevo de chocolate. "Pandara sempre ha vist el cel asserenat", "ignora la gropada i el xiscle de les bruixes". Carner lo sabe explicar precioso.