Me vi haciéndome la preguntita el otro día, hecha un ovillo en el sofá verde de casa mientras veía Las de la última fila, la última aguja punzante de Daniel Sánchez Arévalo: se me quedó enrocada en el cerebelo como un pececito en la red, contradictoria y espeluznante, taquicárdica, demasiado dura para ser verdad, pero con la pizca suficiente de realidad para no tomársela a broma. Cuántas veces he oído aquello de “hay que aprovechar cada momento” después de un entierro, o de un accidente, o de una masacre inesperada, y esa buena voluntad de exprimir la vida se ha acabado quedando en el tintero. Cuántas frases de arrepentimiento han cobijado los lechos de muerte. Es un sinsentido: parece que la sinceridad —con los otros y con uno mismo— solo es aceptable si nos está pasando algo malo o nuestros segundos están contados. Y por eso la preguntita clavada, el maldito interrogante en mis entrañas: ¿Iría mejor el mundo, si todos pasáramos por un cáncer? ¿Aprenderíamos a vivir si el bicho nos devorara por dentro y ya todo diera un poco igual?
Lo vi fugazmente en la serie de Sánchez Arévalo con sus cinco protagonistas viviendo deprisa. Tipas normales, con sus vidas corrientes y sus problemas, sus manías, sus ralladas mentales, tipas cualquiera que solo se atreven a afrontar sus cuentas pendientes cuando saben que una de ellas tiene que pasar por varias sesiones de quimioterapia y la cosa puede acabar mal. No lo pensaron antes, y si lo pensaron, su angustia siempre fue insuficiente para dar un paso al frente. Pero llega el diagnóstico y en solo cinco días la posibilidad de superar sus dramas es proporcional a la mera posibilidad de morirse: tuvo que llegar el cáncer para que comprendieran que no hay nada que valga más la pena que ser un poco feliz, intentarlo al menos, aunque eso signifique cambiar de marcha y apretar el acelerador; aunque luego las consecuencias de la vida siempre sean imprevisibles y nada sea tan de color de rosa. Lo que me fastidia es que si no hubiera llegado esa palabra maldita, quizás, y seguramente, no hubieran cogido carrerilla.
Decía Tyler Durden en El club de la lucha que únicamente cuando se pierde todo somos libres para actuar. Es una pena que nos lo hayamos tomado al pie de la letra y que la sociedad no se vea capaz de coger las riendas de su camino porque sí, sin motivo aparente. Es absurdo que necesitemos pasarle la responsabilidad a terceros para hacer lo que realmente queremos hacer, y por eso caemos en la romantización de cualquier dolencia como excusa para afrontar las cosas y curar heridas emocionales abiertas, de esas profundamente vulnerables de cronificarse y echar raíces hasta en el alma: el dolor de lo que nunca se ha dicho, la conversación que no hemos tenido, las gracias que no hemos dado, las cosas que se nos han anudado en los dedos y no sabemos cómo soltar. Cada vez nos cuesta más escucharnos de verdad y tirarnos a la piscina única y exclusivamente porque es lo que nos sale del higo. Ahí va nuestra condena por ser unos discapacitados emocionales, seres socializados en la cobardía: y qué injusto creer que necesitamos volver a nacer para aprender a vivir.
Construir y alimentar banalidades nos hace ser una sociedad más propensa a la ignorancia y a la inconsciencia, inoculándonos en el subconsciente la desgarradora idea que solo padeciendo un puto cáncer se puede valorar la vida
Claro está que tampoco ayudan nada las frases azucaradas que no dicen nada, ni los lazos rosas expuestos en escaparates algunos días internacionales para enternecer corazones y vender un poco más. Lejos de reconfortarnos, más lejos todavía de prepararnos para el mundo, construir y alimentar banalidades nos hace ser una sociedad más propensa a la ignorancia y a la inconsciencia, inoculándonos en el subconsciente la desgarradora idea que solo padeciendo un puto cáncer se puede valorar la vida. La respuesta a la preguntita es fácil y es evidente. Pero sí deberíamos reflexionar sobre por qué hay ciertas cosas que nos atrevemos a hacer solo cuando creemos o sentimos que nuestro paso por el mundo está en jaque. En serio, ¿es que qué sentido tiene atreverse a desafiar al tiempo solo cuando pensamos que ya lo hemos perdido?