En un momento de Top Gun: Maverick, un huraño almirante de la Marina con la calva de Ed Harris, le advierte: "El futuro está aquí y usted no está incluido. El fin es inevitable, Maverick, va directo a la extinción". La bronca tiene que ver con su historial y el habitual menosprecio hacia a las órdenes de sus superiores, siempre desafiando, siempre obcecado en demostrar que aquella pirueta imposible deja de serlo cuando él es el piloto, aunque los avances tecnológicos ya permitan que los aparatos vuelen a distancia, evitando la osadía nada meditada, la impulsividad casi suicida. En el Top Gun original, nuestro hombre ya había tenido que escuchar, también de un oficial de cabeza pelada, aquella famosa frase: "Tu ego extiende cheques que tu bolsillo no puede pagar". Las maniobras en el aire, a las que Pete 'Maverick' Mitchell es tan aficionado, ponen en riesgo los millones de dólares que cuestan los F-14 de la primera peli, los F-18 de esta, y el ejército no está para arriesgar su presupuesto. Estas dos escenas, una espejo de la otra, toman un sentido insospechado si pensamos en Tom Cruise (Syracuse, Nueva York, 1962) como el último bastión, la última defensa, de una manera en entender el cine que, como los pilotos de combate, parece condenada a la desaparición casi inmediata.
"No haré nunca una película para plataformas", decía hace unos días en el Festival de Cannes, dónde recibió una Palma de Oro honorífica. Hasta tres veces, las mismas que San Pedro negó a Jesucristo, Cruise daba la espalda al algoritmo, al cambio de paradigma y de modelo, a un presente que aísla al espectador, rodeado de pantallitas sin levantarse del sofá. "Si lo que hago tiene algún sentido es para ver una sala llena. El cine es una experiencia compartida, de comunidad. Entiendo muy bien el negocio, lo he estudiado. Y yo hago películas para verse en las salas, siempre pienso en hacer una película que enganche al público, que los entretenga, y que funcione más allá del primer fin de semana de estreno. Me gusta esta experiencia y creo que hay muchos directores que también la quieren. Es diferente escribir una película para el cine que hacerlo para la televisión. Hay alguna cosa en cómo se rueda, como se comunica... todo es diferente. El cine es mi pasión", afirmaba con contundencia.
Como Maverick con las filigranas aéreas y el control de la fuerza G, Tom Cruise ha convertido cada rodaje en un doble salto mortal: por un lado, plantando cara a lo inevitable, pariendo y haciendo realidad un manojo de blockbusters que parecen desafiar a una industria que ha tomado una decisión sin camino de retorno. Por el otro, arriesgando su (carísima) piel en escenas de acción imposibles, como aquel salto de la sexta entrega de Misión Imposible que le destrozó un tobillo, o aquel coche estampado mientras rodaba Días de trueno. Escenas imposibles, o no tanto: "¿Por qué me arriesgo? Eso sería como preguntarle a Gene Kelly por qué bailaba. Cuando alguien dice que alguna cosa es imposible yo pienso que quizás no lo es, y lo intento. Mejor probarlo y fallar que no hacerlo. Claro está que las escenas de acción dan miedo, pero yo doy mi vida por esta profesión porque me siento un privilegiado y siempre pienso qué le puedo ofrecer al público para que piense que ha valido la pena. No quiero decepcionarlos, sobre todo a las nuevas generaciones", explicaba en Cannes.
Se diría que Cruise sufre algún tipo de adicción al peligro, no sólo físico. Cuando quería sacarse de encima, tan pronto como fuera posible, la etiqueta de ídolo guapito de adolescentes, cuando pretendía que se lo tomaran seriamente, el actor no dudó: pocos riesgos mayores que buscarse partenaires, y aguantar el tipo, como Paul Newman (El color del dinero), Dustin Hoffman (Rain Man), Jack Nicholson (Algunos hombres buenos), Gene Hackman (La tapadera) o, ya consolidadísimo, la pareja Meryl Streep-Robert Redford (Leones por corderos). Tampoco ha dudado en ponerse a prueba con cineastas conocidos por su elevada exigencia, como Oliver Stone (Nacido el cuatro de julio), Stanley Kubrick (Eyes Wide Shut), Paul Thomas Anderson (Magnolia), Steven Spielberg (Minority Report, La guerra de los mundos) o Michael Mann (Collateral). Y se lo ha pasado bomba riéndose de sí mismo con papeles secundarios en Austin Powers 3, Tropic Thunder o Rock of Ages.
El cine en los cines
Cruise es un fundamentalista del mismo cine-espectáculo que lo convirtió en una de las estrellas mejor pagadas de la historia. Cuando el blockbuster ha quedado en manos de Marvel, de Christopher Nolan y de James Bond, otro icono que se resiste a terminar, Tom Cruise sigue apostando por humanizar la figura del héroe (relativamente, porque ningún otro humano hace lo que hace el humano Cruise) y no se ha dejado de preocupar nunca por la calidad de los productos que ofrece. La franquicia Misión Imposible es un ejemplo magnífico: a las primeras cuatro entregas, formando sociedad con cineastas tan diversos, y también tan personales, como Brian De Palma, John Woo, J.J. Abrams y Brad Bird. En la quinta y sexta, y en la siguiente, Dead Reckoning, que llegará en julio del 2023 dividida en dos pelis, ha encontrado a un socio perfecto en la figura de Christopher McQuarrie (el oscarizado guionista de Sospechosos habituales, y a quien contrató como director de Jack Reacher). Cruise busca miradas con carácter y huir de las fórmulas (todo lo que se puede huir de una fórmula cuando haces una saga como esta), y se rodea de los mejores porque odia a los pilotos automáticos, de nuevo el link con Top Gun.
Volviendo a la película, que llega hoy a las salas después de dos años guardada en un cajón haciendo una larga cuarentena pandémica, Top Gun: Maverick es un compendio de cómo el Hollywood de los años 80 y 90 entendía los blockbusters. Sin negar la apuesta clara por la nostalgia (uno se pregunta si los espectadores de veintitantos estarán interesados en ver las peripecias aéreas del ídolo de sus padres y madres), el filme es capaz de ofrecer acción trepidante, vuelos hipersónicos hacia la estratosfera, o el bombardeo en una planta refinadora de uranio que recuerda el ataque a la Estrella de la Muerte de La Guerra de las Galàxies. Puro espectáculo. Pero también se preocupa (de acuerdo, con la superficialidad que exige llegar a todos los públicos) por construir unos personajes que buscan redención y transmisión de conocimientos: Maverick haciendo de maestro Jedi y Rooster, el hijo adoptivo que lo rechaza, ejerciendo por obligación de joven padawan. Otra cosa es que las toneladas de carisma de Cruise hagan palidecer al discípulo Miles Teller (recordémoslo como batería obsesionado de Whiplash).
Uno se pregunta si los espectadores de veintitantos estarán interesados en ver las peripecias aéreas del ídolo de sus padres y madres
La primera escena, con Cruise subido a una moto, melena al viento porque él no necesita casco, abre la ventana a un montón de inevitables guiños al Top Gun original: del tema musical de Harold Faltermeyer o el Great Balls of Fire que tocaba en el piano su traspasado amigo Goose, al emocionante homenaje a un Val Kilmer que sigue resistiéndose al maldito cáncer (y de quien Filmin acaba de estrenar el revelador documental Val, sobre su figura). Eso sí, ningún rastro más que un flashback, que aprovecha metraje de la primera peli, de Kelly McGillis, la protagonista femenina. Nadie la contactó para volver a un cine que hace años abandonó, o al revés: "Soy vieja y gorda, aparento la edad que tengo", decía la actriz en una entrevista en Entertainment Tonight hace poco más de un año. Aquí el personaje femenino cae a manos de Jennifer Connelly, quarentona que encaja mucho mejor en los estándares de belleza que reclama Hollywood. Y si hablamos de escenas de riesgo, quizás la más atrevida muestra a un Cruise sin camiseta, luciendo pectorales bien sudados (el sudor, otro elemento característico dentro del universo Top Gun) en la playa en medio de un grupo de tipos semidesnudos treinta años más jóvenes que él. Nadie diría que nuestro hombre está a punto de soplar 60 velas.
Dedicada en sus créditos finales al cineasta Tony Scott, Top Gun: Maverick evita en su guion todas aquellas piruetas que sí vemos en pantalla, y conecta con sólida eficacia con el mismo público que convirtió el original en un éxito planetario, superándolo cualitativamente sin mucho esfuerzos: no nos engañemos, el primer Top Gun es un icono que forma parte de la cultura popular, sí, pero también una película tirando a mediocre, donde se mezclaban las puestas de sol y la apología de la masculinidad tóxica, avionetas haciendo giros imposibles y un grupito de pilotos de élite, sí, y de encefalograma plano, también, a los que no hubiera hecho ningún daño una bofetada a tiempo.
Remakes tardíos
Más allá de estas consideraciones, poca gente se esperaba que, 36 años después, se activara una segunda parte que parecía lógica en los años 80, 90 y 2000, pero que ha acabado llegando casi a contracorriente. No es habitual que la variable "décadas" participe en el habitualmente inmediato proceso que lleva del éxito a la secuela. Pero hay casos chalados.
El propio Tom Cruise, convertido en discípulo de Paul Newman, estaba presente en El color del dinero (Martin Scorsese, 1986), que recuperaba el protagonista de El vividor (Robert Rossen, 1961), un arrogante jugador de billar sin mucho escrúpulos, para hacerlo madurar, como mentor de alguien en quien se ve reflejado. Bajo la mirada de Scorsese, la secuela llegaba con una voluntad más artística que económica. Un poco cómo pasaba con Blade Runner 2049 (2017), que llegaba 35 años después del original, de nuevo con Harrison Ford, y dónde el cineasta canadiense Denis Villeneuve aseguraba (como haría posteriormente con Dune) un punto de vista nuevo desde la más convencida reverencia al clásico de Ridley Scott.
Poca gente se esperaba que, 36 años después, se activara una segunda parte que parecía lógica en los años 80, 90 y 2000, pero que ha acabado llegando casi a contracorriente
Francis Ford Coppola también se lo pensó mucho, y sus habituales desastres financieros contribuyeron a ello antes de hacer realidad El Padrino 3 (1990), dieciséis años después de la magistral segunda entrega. Títulos como Wall Street: El dinero nunca duerme (2010), Texasville (1990) o Los dos Jakes (1990) jugaban la misma liga como secuelas tardías de películas aplaudidísimas por la crítica y bendecidas por los premios: con la primera, era Oliver Stone quien 23 años más tarde nos descubría cómo le había ido a aquel lobo financiero que llevó a Michael Douglas de cabeza al Oscar. En la segunda, Peter Bogdanovich reanudaba alguna de las tristísimas historias de su también oscarizada La última proyección (1971). Y en la tercera, era Jack Nicholson quien, aparte de recuperar a su personaje de Chinatown (1974), se atrevía a sustituir detrás de la cámara a Roman Polanski. Y si hablamos de personajes icónicos, pocos lo son tanto como una niñera y un arqueólogo: 54 años fueron necesarios para que Disney estrenara El regreso de Mary Poppins (2018), con Emily Blunt acercándose (y ya es mucho) a Julie Andrews, the one and only. Y diecinueve años pasaron para que Spielberg-Lucas-Ford volvieran a formar equipo en la completamente innecesaria Indiana Jones y el Reino de la Calavera de Cristal (2008).
Todavía podríamos citar algunas más, bien diversas, como Tron Legacy (2010, 28 años después de aquella alucinada TRON). O Blues Brothers 2000 (sin el traspasado John Belushi, sustituído aquí por John Goodman, pero reuniendo de nuevo a Dan Aykroyd y al director John Landis para volver a su icónico éxito 18 años más tarde). O La extraña pareja (con Jack Lemmon y Walter Matthau recuperando sus personajes 30 años después) tuvo continuaciones tardías. O, en una operación similar a la de Richard Linklater-Julie Delpy-Ethan Hawke con la trilogía Antes de..., el cine francés vivió su propio tríptico romántico: Palma de Oro en Cannes y ganadora de dos Oscar, Un hombre y una mujer (1966) fue un éxito abrumador. Dos décadas más tarde, el cineasta Claude Lelouch y la pareja Anouk Aimée y Jean-Luc Trintignant se reunían para continuar su historia, y en 2019 llegaba la tercera, Los años más bellos de una vida, demostrando que las secuelas no son sólo cosa de superhéroes, agentes con licencia para matar o pilotos adictos a las caídas en picado.