M. Night Shyamalan hace muchos años que divide al personal, hasta el punto que ahora mismo se le ama o se le odia sin matices. Pero lo más importante es que a él le importa un pimiento. Por eso su cine se ha deshecho de las viejas cadenas (es decir, la obsesión para pedirle giros sorprendentes y monumentos a la originalidad) y se ha vuelto más libre, más desacomplejado, más puñetero. Sus películas son verdaderos desafíos, tanto en la suspensión de la incredulidad como en sus reformulaciones de los géneros clásicos.
La trampa no hará otra cosa que abrir todavía más la brecha con sus detractores, y justamente por eso vale tanto la pena
La trampa, que llegó a las salas de cine este pasado viernes, no hará otra cosa que abrir todavía más la brecha con sus detractores, y justamente por eso vale tanto la pena: este travieso thriller de consumo rápido y soluciones imposibles te atrapa por muchos motivos, pero lo principal de todos ellos es que te contagia la sensación que el cineasta manipula tus expectativas. Y esta manera de hacer cristaliza en una espiral de inseguridad, de no saber si lo que miras es una intriga lineal o, por el contrario, la perversa proyección mental de un psicópata. A ratos es convencional y en otros, extraña; piensas que te toma el pelo y después te encuentras una escena (como el impagable diálogo dentro de un garaje) que te hace dudar de sus intenciones. Shyamalan en estado puro, porque el estilo del cineasta se basa, sobre todo, en esta relativización de lo que entendemos como ordinario.
Gustará más o menos, pero pocos directores actuales filman tan bien y con estas ganas de no ponerlo fácil
Un homenaje a los referentes
Más que en ninguna otra de sus obras, La trampa es un homenaje a los dos directores que más lo han influido. Hitchcock toma la idea de convertir el punto de vista en un espejo roto: como Psicosis o Frenesí, nos meten en la piel de un asesino en serie y se nos fuerza a ser cómplices de su lucha por la supervivencia. No tendríamos que querer que se escape, pero nos estimula verlo salir con la suya. Incluso hay una referencia argumental muy explícita a Sospecha, otro gran título del maestro. A Brian de Palma rescata su gusto por las personalidades fragmentadas, por las sutilezas de puesta en escena (estos planos de detalle que prefiguran futuras acciones de los personajes) y por la (de)construcción de un escenario que respira tanto o más que los protagonistas de la función. Mirándola piensas en Blow Out, en En nombre de Caín y, sobre todo, aquella obra maestra nunca suficientemente reivindicada que es Snake Eyes. Pero por encima de todo es Shyamalan, un Shyamalan que se lo pasa en grande torpedeando los clichés dramáticos de la relación entre padres e hijas, haciendo visibles los traumas del protagonista en el momento más insospechado (la madre, un nexo de unión entre los imaginarios de Hitchcock y De Palma) y sacando a un inmenso Josh Hartnett de su zona de confort. Gustará más o menos, pero pocos directores actuales filman tan bien y con estas ganas de no ponerlo fácil.