Sabéis aquella situación incómoda que se da cuando subís al ascensor y se abre la puerta de la calle y aguantáis las puertas para que suba con vosotros aquel vecino que conocéis sólo de cruzaros en la escalera, pero de hace tanto tiempo que os veis obligados a hablar tan sí como no. Los temas son siempre blandos y sin mucha complicación: el tiempo, algún familiar o tercera persona que tengáis en común, las obras de la calle, quizás el fútbol...
Es un diálogo que olvidaréis tan pronto como salís del ascensor y que repetiréis cada vez que os veis obligados a estar cerrados con aquella persona porque el silencio nos parece opresivo y la educación que hemos recibido nos hace pensar que hay que charlar para no parecer maleducados o descorteses. Un viaje en ascensor acostumbra a durar uno o dos minutos, depende de cómo sea de alto el edificio. Ahora, imaginad hacer un trayecto entre pisos que dure horas; horas de conversación banal y sin jugo, pero que es con la persona que más amáis del mundo. El 99% del tiempo, mi hijo Pau utiliza este tipo de conversación para comunicarse. Repite su nombre, se presenta, me pregunta quién soy y utiliza frases y diálogos de películas constantemente y fuera de contexto. Mi hijo tiene Trastorno del espectro del Autismo (TEA).
Cuando decimos que una cosa será difícil utilizamos la frase de la aguja y el pajar. En realidad podemos aplicar varios métodos para resolver este tema: ir sacando la paja puñado a puñado hasta encontrar la aguja, ir clavando un palo con un imán bien potente en la punta, abanicar suavemente levantando la paja hasta que la aguja aparezca sola en el suelo... Todos los métodos piden lo mismo: paciencia y atención. Mi hijo Pau tiene tendencia a marcharse si demasiada gente le habla o lo busca. Le gusta estar en lugares con poca gente y sin mucho ruido. Le encanta viajar en bus o en tranvía e ir señalándome las cosas que ve. «Mira papa, un taxi» es una frase que me dirá no menos de seis o siete veces por viaje. Podría utilizar la capacidad que tenemos todos de bloquear el ruido blanco, de borrar de mi memoria reciente la conversación de ascensor. Pero no puedo. Estoy en un viaje de ascensor que dura horas con una de las personas que más quiero del mundo y escondida en toda aquella conversación sin fin, en aquella paja, está la aguja, tengo que encontrar con paciencia el 1% de información real que mi hijo consigue transmitir voluntariamente. Porque a menudo pensamos que las personas con autismo viven aisladas del mundo, no se dan cuenta de nada, pero no es cierto. Si Pau me muestra dónde está la aguja entre piso y piso de nuestro viaje en ascensor y yo no la sé ver, se frustra. Y entonces es cuando las cosas se ponen feas.
Mi Pau es adorable. Podéis decir que es amor de padre y no iréis errados, lo quiero con locura. Es mi ratón. Pero no lo digo yo solo, todo el mundo que lo trata se enamora de él. Casi siempre tiene una sonrisa en los labios. No le niega nunca un beso a nadie y, a pesar de la fama de poco empáticos que tienen los niños con TEA, siempre es el primero a consolar a cualquier persona triste o defender a sus hermanos. Y es muy gracioso. Si sólo pasas un rato con él, me acabarás preguntando, cosa que no te agradeceré nada la verdad, si no exagero un poco. ¿Porque te hará gracia que esta cucada de niño, con sus ojos claros y su voz de pito, te venga a preguntar «y tú quién eres?» cada vez que te vea?. Porque a ti no te es necesario estar buscando la aguja.
La mayor parte del tiempo voy estresado. No consigo relajarme porque una cosa muy importante con los niños con TEA es la capacidad de anticiparse y por eso tengo que estar alerta. Pero también reconozco que escucharlo soltar un mensaje claro y contundente, dirigido sólo a mí, saliendo de entre toda la faramalla, hace que el viaje valga la pena.
¡Porque Pau es Blau y su papa lo quiere mucho!